martes, 15 de enero de 2013

Lo que la ficción implica

Las mates no defraudan
(Claude García, protagonista)

   En un claro paralelismo con el Quijote, los protagonistas de En la casa, de François Ozon, pagan su fervor por la ficción con algún golpe muy real. Si en la novela don Quijote y Sancho reciben mamporros a diestro y siniestro, de nobles y de villanos, por creerse una historia y actuar como si esta fuese real, los personajes de la película recibirán un trato semejante, aunque mucho más sutil, en un par de escenas cerca del final. ¿Por qué? La razón, cuatrocientos años mediante, es la misma: la ficción no es inocua, como el propio Cervantes sabía.
   En una película donde la mayor parte de la acción es, si se me permite, puramente verbal, ¿cómo se justifica un puñetazo? ¿De dónde sale tanta tensión que, incluso, podría llamarse "suspense"? ¿Por qué unos adultos se dejan llevar, ansiosos, por el discurso de la novela en construcción de un chico de dieciséis años, vamos, pura palabrería ingeniosa? ¿Puede alguien llegar a creerse quien no es o modular su vida desde una invención? El asunto, desde luego, es complejo y su desarrollo, muy diferente a la opción que eligió Cervantes. Pero la conclusión es la misma y muy clara: dentro de la ficción se disfruta muchísimo; creérsela puede resultar fatal.
   El pretexto narrativo de En la casa, basada en la obra El chico de la última fila, de Juan Mayorga, es muy sencillo: un alumno sorprende a su profesor con unas redacciones muy talentosas sobre la vida de un compañero de clase y su familia y consigue implicarlo en ese relato que va redactando por episodios y que por momentos es tan creíble como irreal o tan cierto como ficticio. Lo que al principio es simplemente para el profesor una mezcla de ejercicio literario e interés morboso deriva en un auténtico work in progress, un puro experimento en el que es el narrador, Claude, quien va modificando (aparentemente) la realidad y transformando sobre la marcha las actitudes y reacciones de sus personajes.
   Entonces, la anodina historia de una familia de clase media (comercial, ama de casa e hijo torpe pero deportista) va tomando distintos carices, dirigida por el profesor Germain, que es quien aconseja al narrador qué postura debe tomar ante sus personajes y su trama. Lo apasionante es que poco a poco es el propio personaje del narrador y, para el espectador, el propio Claude "real", el que participa en la historia y la altera a su gusto desde dentro de la casa. Sí, los espectadores, llegado este punto, ya se han vuelto tan morbosos como el profesor y sienten la intriga generada por los atrevimientos de Claude, cuyo propósito es generar en la casa la misma situación que él querría contar después.
   El narrador (he ahí pues la metáfora) resulta ser un adolescente caprichoso que, a pesar de su fragilidad y aparente indefensión, logra controlar a sus dos únicos lectores, el profesor Germain y su mujer, que nunca serán los mismos después. Pero el poder de la ficción llega a todos, transforma también al propio autor, en este caso el desdoblado personaje de Claude, que, siendo en principio el responsable de la historia, no conseguirá de ella lo que pretendía.
   Nadie es dueño de su propia historia. Cervantes, de hecho, tropezó dos veces con ese peligro de la ficción. Cuando era joven creyó en los ideales de una época que solo había conocido por la literatura y que nunca existió tal como se la contaron. Quiso comportarse según decía su literatura y no recibió más que desaires y agravios, hasta como autor. Después, cuando encontró la idea para el Quijote quiso poder vengarse: ahora sería otro el que se equivocaría y no llevaría más que palos por sus ideas descabelladas. Pero volvió a caer en la trampa: tan sugerente le pareció el resultado que se rindió para que sus propios personajes tuvieran una vida distinta a la programada. Finalmente, don Quijote cumple el guion y muere, pero la voz de Cervantes ya está dividida: por un lado es el Quijote cuerdo y sensato, pero por otro es el Sancho que le sigue proponiendo, mientras agoniza, otra ficción más, pues su vida será mucho más interesante si se creen pastores.
   En la escena final de la película, los protagonistas, profesor y alumno, contemplan desde un banco el edificio de enfrente. Cada ventana es una posible historia que alguien puede adivinar.  Y a pesar de haber sido defraudados por la historia en la que ambos participaron, es Claude, el alumno, el que hace de Sancho y provoca otra vez la aparición del peligroso gusanillo de la ficción. ¿Qué pasará en las casas que ven desde ese banco?
   Quizá la ficción siempre ha sido y solo será la posibilidad morbosa de vivir otras vidas, las de los otros, como en la película que lleva precisamente ese título. Por mucho que queramos complicar el asunto quienes la estudiamos. Pero, ojo, las ficciones, por muy descabelladas que parezcan tienen consecuencias más reales de lo que uno se imagina.

(Trailer aquí; no permite insertar la imagen)


martes, 8 de enero de 2013

La fuga del tiempo, según Buzzati

   Si no existiera la mínima posibilidad de que unas palabras fueran capaces de expresar lo indecible no existiría la literatura. Perdería toda razón de ser. Porque se dedica precisamente a dar con aquellos pensamientos, que, a pesar de haberlos sentido, permanecen aparentemente intraducibles. Y, de repente, zas. De ningún otro sitio proviene la emoción que alguien puede sentir al leer estas dos páginas de El desierto de los tártaros:

   "Tendido en el camastro, fuera del halo de la lámpara de petróleo, mientras fantaseaba sobre su propia vida, a Giovanni Drogo lo asaltó repentinamente el sueño. Y mientras tanto, precisamente esa noche -oh, si lo hubiera sabido, quizá no habría sentido ganas de dormir-, precisamente esa noche comenzaba para él la irreparable fuga del tiempo.
   Hasta entonces había avanzado por la despreocupada edad de la primera juventud, un camino que de niño parece infinito, por el que los años discurren lentos y con paso ligero, de modo que nadie nota su marcha. Se camina plácidamente, mirando con curiosidad alrededor, no hay ninguna necesidad de apresurarse, nadie nos hostiga por detrás y nadie nos espera, también los compañeros avanzan sin aprensiones, parándose a menudo a bromear. Desde las casas, en las puertas, las personas mayores saludan benignas y hacen gestos indicando el horizonte con sonrisas de inteligencia; así el corazón empieza a latir con heroicos y tiernos deseos, se saborea la víspera de las cosas maravillosas que se esperan más adelante; aún no se ven, no, pero es seguro, absolutamente seguro, que un día llegaremos a ellas.
   ¿Queda aún mucho? No, basta con atravesar aquel río de allá al fondo, con franquear aquellas verdes colinas. ¿No habremos llegado ya, por casualidad? ¿No son quizá estos árboles, estos prados, esta blanca casa lo que buscábamos? Por unos instantes da la impresión de que sí y uno quisiera detenerse. Después se oye decir que delante es mejor y se reanuda sin pensar el camino.
   Así se continúa andando en medio de una espera confiada, los días son largos y tranquilos, el sol resplandece alto en el cielo y parece que nunca tiene ganas de caer hacia poniente.
   Pero a cierto punto, casi instintivamente, uno se vuelve hacia atrás y ve que una verja se ha atrancado a sus espaldas, cerrando la vía del retorno. Entonces se siente que algo ha cambiado, el sol ya no parece inmóvil, sino que se desplaza rápidamente, ¡ay!, casi no da tiempo de mirarlo y ya se precipita hacia el límite del horizonte; uno advierte que las nubes ya no se estancan en los golfos azules del cielo, sino que huyen superponiéndose unas a otras, tanta es su prisa; uno comprende que el tiempo pasa y que el camino un día tranquilo tendrá que acabar también. 
   Cierran a cierto punto a nuestras espaldas una pesada verja, la cierran con velocidad fulminante y no da tiempo de regresar. Pero Giovanni Drogo en ese momento dormía, ignorante, y sonreía en sueños como hacen los niños".

   ¿Dónde se perdió esta confianza? ¿Quién no ha oído el golpe frío de esa verja al cerrarse? Metafóricamente hablando, claro.
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