miércoles, 14 de diciembre de 2011

Las cosas hechas entre todos

   Que levanten la mano aquellos a los que les da vergüenza ajena la última campaña publicitaria de Telefónica (perdón, de Movistar). En ella uno de los grupos empresariales de mayor tamaño y beneficios del mundo pretende establecer, mediante una metáfora visual, que sus decisiones provienen de la opinión de sus clientes, que (oh, maravillosa tergiversación) son estos los que la dirigen.
   Hay aún más. La metáfora, por resultar simpática, se apropia de la imagen de la reciente actividad asamblearia que se está desarrollando en las plazas desde la primavera. Por supuesto, esto es un ejercicio consciente de mercadotecnia, buscando el guiño a la actualidad, la frescura, lo alternativo. Como si la empresa con mayor cuota de mercado pudiera ser alternativa. Esta vuelta de tuerca resulta denigrante y ofensiva porque trivializa el movimiento asambleario hasta la ridiculez. Como si fuera trascendental decidir el precio de un SMS. Como si el consejo de administración de una gran empresa hiciera caso a cualquier propuesta. Como si una asamblea se pareciera a las reuniones de comunidad de vecinos de Aquí no hay quien viva. En fin, aquí está por si alguno no lo ha visto:



   Son las licencias de la ficción, que no por serlo dejan de mostrar el peor gusto, el que promueven y bendicen unos directivos multimillonarios que intentan ser tan cools, que simulan pedir perdón por la campaña sin retirarla. Incluido su condenado presidente por manejar información privilegiada en la venta de acciones de Tabacalera.
   Pero hay que recordar la historia, porque su lema tan cínico, "las cosas hechas entre todos", tiene aún más significado del que parece. Porque está muy cerca de la realidad la idea de que lo que hace Telefónica lo hacemos entre todos. El problema es que solo lo disfrutan sus accionistas.
   El caso es que Telefónica no es solo una de las mayores empresas del país, sino que fue una de las primeras y, por tanto, aventajada, de los monopolios y empresas públicas que fueron privatizadas. Ocurrió hace 15 años, al final del último gobierno de Felipe González, cumpliendo así una de las medidas previstas en el tratado de Maastricht: que los estados liberalizaran todos los sectores de la economía para que las empresas europeas pudieran competir entre sí. Lo que no incluía el tratado de Maastricht (sí otras perversidades, pero esa no) era el gran negocio: privatizar una empresa que poseía el 100% de la cuota de mercado antes de que otras pudieran competir con ella, generando un verdadero pelotazo para todos aquellos que invirtieran en su capital, pues tenían asegurado el beneficio, incluso con despidos irregulares en el paquete. Así pasó con Telefónica, Repsol (a.k.a. Campsa), las eléctricas, Correos, Iberia, Transmediterránea o las más recientes Renfe, Adif o la futura Loterías.
   Algunas conservan una residual participación pública, pero todas se basan en el mismo principio. Las empresas hechas con los impuestos de todos, levantadas por miles de trabajadores, son vendidas y se convierten en expendedoras automáticas de beneficios para sus accionistas privados, mayormente porque en un principio no tienen nadie con quien competir. Todas ellas conservan la mayor parte del mercado e incluso cierta exclusividad. ¿De quién son las líneas de teléfono? Antes puede que de todos, ahora ya no.
   Todo este proceso ha culminado con el cambio de nombre de la empresa. El descriptivo Compañía Telefónica Nacional de España que aún se ve en alguna tapa que cubre el recorrido de las líneas bajo las calles ha acabado siendo un chispeante y precioso Movistar. Esto no dice nada, pero lo dice todo.


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