jueves, 27 de noviembre de 2014

Lección de literatura: Larras y Zorrillas

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   Las anécdotas literarias suelen ser territorio de filólogos orgullosos de su conocimiento, condición sine qua non, como las locuciones latinas, de pertenencia a un club, el de hacerse los interesantes. Un esnobismo cualquiera, vamos. Reconozco que durante bastante tiempo anduve fascinado por semejante ejercicio de pedantería, sintiéndome integradísimo en la liturgia (tertulias, revistas, conferencias, premios...) Pero es que parecía tan lógico... Como lo de firmar una hipoteca, por ejemplo.
   Sin embargo, ahora que la literatura, sea lo que sea lo que haya aprendido, la tengo que enseñar yo, reniego de tantas inútiles biografías que, no obstante, siguen retumbando en mi cabeza por culpa del equipo de redactores de aquel libro de Lázaro Carreter. Al fin y al cabo, los datos están ahí, a golpe de clic. Aprender literatura no debería ser más que descubrir las claves para leer tanto lo antiguo como lo moderno o lo actual. Porque los textos son millones y otras tantas las vanidades enterradas ya desde que esto se entiende como arte. Así que ya me diréis de qué sirve recordar que Calderón (el otro, no yo) murió en 1680, el papel de Andrea Navaggiero en la difusión del endecasílabo o que fue el Conde de Lemos quien finalmente propició la publicación del Quijote. (No sé para qué digo nada, a ver a si los abogados de la casa de Alba se les va a ocurrir ahora reclamar los derechos de propiedad intelectual, que para eso está la herencia).
   En estas estaba cuando leí el Manual de literatura para caníbales, de Rafael Reig, al que estoy añadiendo ahora dosis de Fabulosas narraciones por historias, de Antonio Orejudo, aunque ya había leído antes artículos suyos en un tono semejante y hay que reconocer que todo esto estaba también, sin que al principio me diera mucha cuenta, en Luces de Bohemia. No es que estas novelas de, por supuesto, filólogos, me hayan hecho cambiar de idea con respecto a la enseñanza de la literatura, sino que creo que dan una herramienta más: la vuelta de tuerca, el tour de force para los esnobs. He deducido de ellas que puedo aprovechar la pedantería literaria que ocupa parte de mi memoria en proponer relaciones, analogías, ejemplos, modelos o esquemas y retorcer el chascarrillo hasta encontrarle alguna utilidad.

2

   Empecemos por uno: el momento estelar del romanticismo en España. Resulta que el 15 de febrero de 1837 enterraron a Larra en Madrid y el evento se convirtió en todo un acontecimiento social. El postureo literario se convocó en masa y hubo mucha solemnidad, incluso muchos versos y el debut aclamadísimo de un desconocido, José Zorrilla.
   La historia, hasta contada por el propio Zorrilla, es genial: ni siquiera conocía a Larra más que de oídas cuando fue a la iglesia el día anterior a ver el cadáver; ni siquiera tuvo él la idea de escribir el poema que, además, era para publicar en algún periódico en plan oportunista y ganar algo por fin; lo compuso en un rato esa misma noche en condiciones bastante precarias; lo leyó como por accidente, aprovechando un incómodo silencio y venciendo una lógica vergüenza; y, para colmo, ni siquiera pudo acabar de recitarlo (dice que de la emoción, para mí que de los nervios).
   El poema, además, era malo de solemnidad, estaba lleno de tópicos, calcaba esquemas métricos de la Canción del pirata de Espronceda y tenía la poca delicadeza, la mala suerte o la torpeza de usar como metáfora la flor y su aroma delante de un cadáver que llevaba día y medio tieso. Por el frío o por lo que fuera nadie le dio mucha importancia a esto, sin embargo, y Zorrilla triunfó así, de rebote, se hizo un nombre y hasta le dieron trabajo, ¡oh, ironía!, en el periódico en el que Larra había causado baja. Transcribo dos estrofas para que se note la falta de gusto y tacto (el subrayado es mío):
Era una flor que marchitó el estío,
era una fuente que agotó el verano:
ya no se siente su murmullo vano,
ya está quemado el tallo de la flor.
Todavía su aroma se percibe,
y ese verde color de la llanura,
ese manto de yerba y de frescura
hijos son del arroyo creador.

Que el poeta, en su misión
sobre la tierra que habita,
es una planta maldita
con frutos de bendición.
    En fin, qué momentazo. No sé cómo nadie se ha planteado hacer la película.

3

   Ahí lo tenéis, un instante que resume una época, la explosión, el agujero negro, el aleph (queridos filólogos). Aunque a mí me parece más curioso como punto de partida para plantearse cómo surge la literatura, de dónde sale un texto, de qué forma caprichosa se hace un autor y en qué circunstancias azarosas, como las de cualquier vida, desarrolla ese material maleable, vendible y propagable que hemos llamado arte.
   Así, lo interesante del entierro de marras me parece ese cruce perversamente casual de dos tipos tan diferentes en personalidad y creatividad que, sin embargo, se recitan juntos y se aprenden a la vez. De hecho, es como si tuviéramos dos modelos y pudiéramos dividir a los escritores decimonónicos en Larras y Zorrillas aunque, en el fondo, esto solo es una manera de explicarse.
   La literatura era en la primera mitad del siglo XIX un arte económica y culturalmente elitista, de la que se interesaba como mucho un 5% o un 10% de la población, es decir, no más de un cuarto millón de personas en España, que eran las que tenían capacidad lectora y acceso a los libros y las revistas (siendo optimistas). Menos seguidores que Julián López, Alberto Garzón o Jorge Drexler en Twitter. Así que ni Larra ni Zorrilla fueron pobres, claro. Como ninguno de los que creía que debía estar en ese entierro.
   Pues de todos los que estaban allí eran, de alguna manera, los más distantes. Larra, que siempre había vivido de lujo, que había estado en la pomada de la élite cultural desde la adolescencia, que a los 20 ya era conocido y había hecho de todo, hasta hijos y viajes, acababa de pegarse un tiro al más puro estilo Werther. Él, que siempre estaba por encima de los demás, que criticaba al ciudadano medio por inculto, vago y maleducado, resulta que era depresivo. Ahora que se había hecho liberal... Porque también le había dado tiempo a eso, a cambiar de bando y tocar todos los géneros. Él, puntilloso, culto, exquisito, inconformista, obsesivo en los temas y elegante en las formas, un fracasado. Salvo que su verdadera obra maestra fuera su suicidio, aunque hay que ser muy ingenuo para pagar ese precio por la posteridad literaria. ¿Leeríamos hoy sus artículos si los hubiera seguido publicando hasta, digamos, 1855, si hubiera muerto de pulmonía o de gripe?
   Zorrilla era, por el contrario, el prototipo de provinciano, que se había escapado de casa y de las clases envalentonado por las primeras lecturas, entre ellas, para que os hagáis una idea, El último mohicano. Para él, algo torpe y poco espabilado, el mundo de sus Esproncedas quedaba lejísimos y se dedicaba a hacer versos y pasar hambre un poco por cabezota y porque nunca se sabe. Y mira tú.
   Él, que no era más que un versificador, bastante poco original e imaginativo, que aprovechaba versiones, temas, metros de otros y los reciclaba, cuya máxima aspiración era que su padre leyera una nota en un periódico firmada con su apellido.
   Él, mindundi que no tenía preocupación política alguna, que no sabía vestir bien y era incapaz de no resultar cursi, un triunfador, el autor de la obra más representada de la historia del teatro español. Récord Guinness. Hay que ver. Si hasta le habían parecido demasiado chungas sus famosas décimas de Don Juan y quiso prescindir de ellas.
   Pues bien, ahí los tenéis: la genialidad y la inteligencia, la sensibilidad y la perspicacia, la desgracia y la oportunidad, la enfermedad y la salud, la pretensión y el conformismo, la exquisitez y la tosquedad, el criterio y la indeterminación. ¿Quién da más?
   Pero ¿quién se atreve  a proclamar un vencedor? ¿Debe haberlo? ¿Alguien está dispuesto a juzgarlos? Yo sus poemas, sí, pero ¿a ellos? No creo que haya que admirar o proscribir a los escritores. Con lo muertos que están. Puede que leerlos sirva para entender algo. O no.



   Siguiente episodio: Borges y Ribeyros. O Cervantes y Lopes o...

miércoles, 1 de octubre de 2014

Una vida extraordinaria

   Supone un tremendo gustazo ponerse a leer a lo tonto, sin referencias ni planes, rescatando esa intuición que tantas veces te ha hecho dar con algo valioso y otras cuantas, no. Pensé que cogía Un pez gordo de la estantería de la biblioteca porque me podía interesar por trabajo. Creí que a lo mejor servía para los chavales de 1º de ESO, pero al que me ha gustado es a mí.
   Conste que no es ninguna obra maestra, pero, como diría Vilas, basta ya de hacer arqueología con la literatura. Aquí había un tipo de mi edad que quiso contar cómo era su padre porque le daba la impresión de que era la única forma de darse cuenta él mismo. Una especie de terapia, vamos, pero nada de psicólogos. ¿Para qué han servido tantas historias si no?
   No he querido investigar sobre el autor en cuestión, Daniel Wallace, porque me parece (sí, con una pizca de soberbia) que capté lo importante: me imagino al tipo, bien jodido después de morir su padre, dándole vueltas a la manera de contar a los demás algo sobre él, intentando soltar a alguien más su mezcla de admiración y frustración.
   Debió de pensar mucho o tener una iluminación, porque dio en el clavo.

   ¿Cuál era el problema? Pues que o bien uno se pasa horas entrevistando y grabando y molestando a su propio padre para acabar haciendo un mamotreto bienintencionado que puedan leer sus nietos, con chascarrillos, fotos, expedientes académicos y souvenirs, o bien lo deja enfermar en paz, cuidándolo y asumiendo que no conocerá nunca realmente la historia con todos sus detalles.
   Si lo pensamos un poco nos daremos cuenta de que en realidad a nuestros familiares los conocemos de una manera paradójica: sabemos cómo son, pero ignoramos por lo menos las nueve décimas partes de su vida. Les hemos oído contar mil veces la misma anécdota de tal viaje o aquel día, pero no tenemos ni idea de lo que pensaban ni de lo que hacían la mayor parte del tiempo. Aunque hayamos convivido años, décadas.
   Suele pasar y permitidme que piense que no es malo que sea así.
   A Wallace debía pasarle exactamente eso con su padre. Seguro que tuvo posibilidad de investigar un poco y preguntar a sus amigos, etc. Pero en un momento pensó: "a quién cojones le importa".
   Y, sin embargo, no tenía la más mínima duda de que su padre era un personaje perfecto y de que ese personaje merecía una buena historia y de que esa historia no podía ser biografía.
   Manos a la obra.
   Una novela. Y que luego, si quieren, la cataloguen como juvenil porque se me ha ocurrido imaginar los acontecimientos.
   Eso es Un pez gordo: una recreación del personaje del padre a partir de una mezcla de episodios verosímiles y fantásticos, un intento de realismo descabellado cuya mayor virtud es la sencillez, tanto en el planteamiento como en el estilo. Así, los recuerdos se hacen míticos; una vida normal, legendaria.
   Son especialmente interesantes los capítulos "La muerte de mi padre (toma 1, 2 3 y 4)", cuatro acercamientos a un intento de conversación final del hijo con un padre que esquiva lo trascendental. Aparecen intercalados en medio de encuentros misteriosos, anécdotas juveniles, fenómenos meteorológicos desproporcionados y amores primerizos que reconstruyen, de la única manera que Wallace supo, una vida extraordinaria, como todas.


viernes, 22 de agosto de 2014

Las vacaciones del escritor

   (O la novela que querría haber escrito)

   ¿Qué se puede sacar en claro de unas vacaciones? La mayoría de las veces se hacen tantos planes para ellas que al final resultarían decepcionantes si no las recordáramos con cierta condescendencia. Supongo que lo mismo se puede decir del pasado de cada uno, aunque quizá sea mejor dejar esto para más adelante. 
   La verdad es que las vacaciones acaban consistiendo principalmente en unas cuantas celebraciones de la amistad, unos pocos días de viaje estimulante y/o regreso melancólico al origen, un par de buenos conciertos y algunos ratos sumamente agradables dedicados a nada en concreto. Siempre y cuando se sepa contener la posible ansiedad que generarían todos esos planes que quedarán irremediablemente en suspenso, como, por otra parte, suele suceder el resto del año: montones de páginas por leer o escribir, típicas tareas domésticas aplazadas indefinidamente de fin de semana en fin de semana, lugares por visitar o gente con la que nunca quedas.
   Así que para conjurar un poco los demonios de la materia pendiente, me he decidido a escribir un poco de mi libro de estas vacaciones. Porque siempre aparece ese libro que las salva de alguna manera y compensa tantos recados sin hacer, tanto dolce far niente. Así llevo desde los 14 o los 15 años, aunque, todo sea dicho, en aquella época leía bastante más. Los de mi generación sabemos desde Verano azul y Grease que cada verano hay un descubrimiento y que es obligatorio sentirse un poquito adolescente para poder volver a empezar el curso contándolo.
   Pues bien, ahí voy.

   Por alguna casualidad he encadenado algunas lecturas (sin contar las de trabajo, claro) que transcurren en vacaciones. Ya hablé en la entrada anterior de Fuera de juego, de Miguel Ángel Ortiz, que transcurre durante "el puente", y ahora ando en el Ferragosto de Tristano muere, pero mi libro del verano es Alabanza, de Alberto Olmos. Ahora me toca explicar por qué.
   Si leer te ha gustado lo suficiente sabrás a qué me refiero cuando das en el momento perfecto con el libro perfecto, cuando te das cuenta de que precisamente esa estúpida ficción refiere con exactitud las emociones y pensamientos que te andan rondando, lo que convierte esa lectura en algo fundamental, importantísimo. Lógicamente, este sentimiento es bastante propio de la adolescencia y no suele mantenerse más que unas semanas, meses o, en casos de fanatismo, algunos años. Con el tiempo uno se hace menos entusiasta y deja de identificarse con una obra con tanta facilidad y le pone pegas a todo. En eso consiste la madurez, supongo. Por eso me sentí extrañado mientras leía Alabanza y la encontraba cada vez más hecha para mí, por decirlo de alguna manera.
  Hay en este sentimiento, seguro, algo generacional pero que hasta ahora no me había ocurrido con autores contemporáneos y obras recién publicadas. Será porque ahora mi edad se equipara a la de los "jóvenes" escritores y no a la de los deportistas de élite. El caso es que encontré en Alabanza la representación exacta de lo que había pensado o querido decir. Incluso aunque tengo reticencias a las historias con un escritor de protagonista y, a priori, la trama no me interesaba. Al grano.

   La historia es la de un joven escritor y su pareja que se van a un pueblo medio abandonado durante los dos meses de verano para que aquel recupere, de algún modo, la inspiración, pues hace dos años que su best-seller acabó con la Literatura Entendida Como Tal. Estamos en 2019 y no hay nada futurista salvo este concepto: ya no existe el campo literario, "ya nadie ganaba nunca, ya nadie era tan famoso o tan prestigioso; ya nadie tenía algo que decir que mereciera la pena escucharse. Todo era ruido; todo era origen" (pág. 78). 
   Sebastian, sin embargo, tiene la bonita idea de volver a cultivarse en el arte de enlazar palabras y cree que tiene un magistral libro de cuentos por escribir como hacía cuando pensaba que la literatura valía algo. La primera parte de la novela, "Broma", alterna el punto de vista de Claudia y Sebastian. Ella anda medio aburrida explorando ese pueblo minúsculo cuyo significado desconoce y él, absorbido a partes iguales por los pensamientos sobre su propia situación como escritor (he aquí la parte metaliteraria, crítica y paródica, con reseñistas, agentes y editores supuestamente geniales) y la representación de la historia de los cuentos que nunca escribirá. Cuentos que intentan averiguar el origen o el sentido del amor desde un punto de vista desapasionado, que no llevan a nada durante días. Hasta que...
   La segunda parte está constituida por el paseo que Sebastian da por el pueblo en plan Walser. En él 
prefiere ir encontrándose con su pasado según camina, que las imágenes, frases y las canciones afloren a su sabor, democráticamente, sin jerarquías dramáticas ni encadenados narrativamente impecables; no lineal, discontinuo, como un collage, un montaje; así es su paseo (pág. 210). 
   Quizá pueda parecer tópico este carrusel de recuerdos de la infancia y la adolescencia, pero a mí me ha resultado especialmente delicioso (repito, seguro que influido por la coincidencia generacional y otras circunstancias personales). Aun así no es solo lo que aparenta: la narración, a retazos y alternando el tiempo de Sebastian y el de Miguel (su pasado), acaba llegando al meollo del asunto, al recuerdo del momento en que cambió una vida.
   Así que ese pueblo no era uno cualquiera... Solo que para entenderlo todo, para volver a la vida de Claudia, también hace falta saber quién fue Sebastian antes de ella, así que decide escribírselo. Tal vez ese verano vaya a ser para él aquel en el que lo descubre. Tal vez es que los escritores solo piensan las cosas cuando las están escribiendo. En la tercera parte se mezcla este otro relato, definitivo y personal, de Sabastian, con la narración de los siguientes días de Claudia y él en pueblo, más bien anodinos si no fuera por lo que como lector uno ya sabe mientras la pobre Claudia debe esperar. Vuelve también el episodio del escritor que llega a serlo por fin y lo es contra toda la parafernalia estúpida del mundillo.
   
   Ahora que lo escribo parece poca cosa, pero qué va. Podría hacer unos cuantos elogios e inconvenientes "alabanzas" de las que tiempo después me podría arrepentir, pero esto no viene a ser más que una recomendación, así que para ir resumiendo me quedaré con lo que, sinceramente, me ha emocionado e impresionado:
  • Un tratamiento del significado de la literatura tan profundo como desencantado.
  • Una sensibilidad exquisita que convierte en pasado y presente de los personajes todo lo que podrían ser simples episodios y pensamientos convencionales.
  • La revelación de una clave envuelta en nimiedades; la tensión creada por esas nimiedades aunque parezca inconcebible.
  • La sensación de haber sabido dar forma a lo vivido por uno mismo, se llame identidad o no, de haberlo hecho literatura, arte, por poco que eso sea para tanta gente.
  • La gran habilidad necesaria para contar varias cosas a la vez o una sola cosa de varias maneras, esa extraña habilidad de la escritura que ya no vale nada.

   Me habría encantado escribir algo así, de verdad, porque con los años noto que los recuerdos están más  presentes de lo que creía y no sería malo contarlos. Menos mal que alguien ha sabido hacerlo.

   Perdonad, pero tengo mucho que hacer antes de que acaben las vacaciones.

lunes, 31 de marzo de 2014

Cromos, balones y descampados

   Este martes vi Deprisa, deprisa, de Carlos Saura, y me topé con un mundo de recuerdos lejanos, que no eran exactamente míos pero sí muy familiares. Más allá de la trama de atracos, amistad y persecuciones rememoré bajo su pretexto aquel mundo que en los 80 no tenía nada de la impostura de cualquier plano de Cuéntame
   Desde luego, mi barrio no era un suburbio de Madrid, ese Villaverde en el que vivían los actores y los personajes en bloques chatos de ladrillo visto, entre cuadras, vías de tren, dialectos del sur y calles de albero. Pero también había cuadras en San Isidro, escombreras en la ribera del Esgueva, casas ínfimas y pobres, las de "las viudas", vías que se cruzaban por cualquier sitio y enormes descampados en el barrio Belén, las Delicias, la Rondilla, Girón..., hasta enfrente de mi colegio. Reconocí sin verlo buena parte de ese Valladolid sin apenas aceras que anduve de arriba a abajo, sobre todo con mi madre, mientras la acompañaba a clase, a la compra o a visitar a una ahijada que vivía allá, al final de la entonces carretera de Segovia.
   Sin pretenderlo, todo aquello también estaba en la película, a la vez que la música, la ropa, los teléfonos, los coches, los bares..., detalles que no importan, pero imprescindibles para que un mundo ficticio se haga plausible. Un mundo en el que no hay más que una conmovedora historia de amor, amistad y juventud.


   Algo parecido me ocurrió al leer Fuera de juego, de Miguel Ángel Ortiz. Como en Deprisa, se mezclan en ella dos principios que me parecen clave en cualquier historia: atrapar lo concreto, rastrear lo universal
   No hay que entender esto de un modo ingenuo y anticuado: no es que las historias partan de lo primero para llegar a lo segundo o viceversa, más bien pienso que no hay ninguna que no intente hacer ambas cosas a la vez y que su éxito o, dicho de otra manera, su capacidad de emocionar, conmover, entretener o hasta divertir, depende exactamente de la manera en que lo haga. Y no importa que el relato sea lo que se entiende por realista, fantástico, histórico o pura ciencia-ficción. Ahí están Cortázar o Philip K. Dick para demostrarlo.
   Creo que la literatura que merece la pena leer funciona así y Fuera de juego es un muy buen ejemplo. Es una historia modesta, terriblemente sencilla: un grupo de cuatro chavales pasa un puente en su pueblo; es primavera del 95 y andan preocupados por desafiar a los del pueblo de al lado a un partido de fútbol, escabullirse de la catequesis, hacerse unas camisetas o recuperar el balón caído tras el muro del taller de Catino. Nada más. Y, a la vez, más que suficiente.
   Koldo ayuda a su padre en el bar, es impulsivo y sueña ser delantero de verdad. A Fichu le gusta Noelia, que es parte del grupo y vecina, pero no se atreve a reconocerlo. Salva es goloso y juega bastante mal. Tiene grabados los episodios de Campeones; los ve una y otra vez; se los sabe. Silvia, la hermana de Noelia, sale con Gorka, el delantero del equipo juvenil del pueblo, que, como los chavales, tiene un partido importantísimo. Se meten mano a escondidas. Noelia juega con los chicos y como los chicos, en realidad es más valiente que ellos. Hay padres y madres que faltan, se fueron o trabajan lejos. Como también falta un amigo para siempre.
   No son vidas fáciles, pero no se trata de nada truculento; son vidas a medio hacer en un mundo que también estaba a medias, entre las canicas y la tele, el descampado y la autopista, la pizarra y la lavadora. Son críos y, lo reconozco, las novelas con niños protagonistas no suelen gustarme porque el punto de vista de un adulto los convierte en pelmazos, ñoños, santos o repipis. Pero como Huckleberry, el Mochuelo, Ponyboy o Julius, estos chicos sí son creíbles. Piensan y sienten como chicos, como todos hemos pensado o sentido alguna vez. Guardando besos imposibles. Lamentando derrotas y celebrando victorias, todas insignificantes. Olvidando amigos.
   Además, una infancia así, tan cercana en el tiempo y en el espacio, no es tanto la de todos como la de uno mismo. También lo reconozco: me emocioné jugando con ellos, comiendo un bocata o mirando a la calle, un poco aburridos. En el fondo sé que su mundo fue el mío y esa coincidencia estimula, pero aterra.
   Por supuesto, los protagonistas hablan, también, como chicos. No hay tópicos ni alardes. Una de las mayores virtudes de este relato es reconocerse en esas voces, que apenas dicen nada, o eso parece: 
Frente al portal, el hombre recogió las bolsas que les quedaban y las cargó en el maletero. Les vieron montarse en el Mercedes, arrancar y salir de la plazoleta.
-Se van los vasquetis -dijo Fichu.
-Se acaba el puente -dijo Salva.
Noelia suspiró.
-Tanto esperarlo, y ya se acaba.
Estuvieron callados un rato, como si el coche que se había marchado fuera un coche fúnebre que, en vez de maletas, llevase almas. Hasta que Koldo dijo:
-Voy a mear. (pág. 310)

Bien hecho, Miguel Ángel. Creo que esta es la verdadera sensibilidad.




   Publicada por Caballo de Troya.

lunes, 24 de marzo de 2014

El prócer

Prócer: Persona de alta calidad o dignidad.

Un país entero está llorando a su prócer y todos los ridículos honores que se le puedan rendir son insuficientes.
Por primera vez una parafernalia semejante se pone en marcha en la Hespaña de las generaciones del boom y del paro. La demostración es anticuada e impresionante. La liturgia, perfecta, incluye candelabros dorados, niños recitando versículos de los santos evangelios de la transición, periodistas abrumados, agradecimientos populares, flores en las rotondas, salvas de artillería, poderes fácticos compungidos y muchos, muchos lugares comunes.
Por primera vez semejante ceremonia. Y por última.
Ha muerto el héroe, el primero, el único indiscutible. Al principio fueron el rey y Suárez, que se hicieron carne y acamparon entre nosotros. Después, ya se sabe, el pueblo traicionó a sus próceres y deambuló por el desierto, fue esclavizado, rescatado, creyó en dioses falsos...
De hecho el propio rey se hizo Caín y se manchó. Los homenajes no borrarán su estigma.
Pero el principio, ah, el principio permanecerá siempre puro, inmaculado. Y al principio fue Adolfo Suárez, que bajó de la montaña con la constitución impresa en piedra y fuego, imborrable. Él lo hizo todo, pues todo estaba por hacer. Construyó este magnífico templo, elevó hasta las alturas el inmenso trampantojo. Y lo hizo solo, piedra a piedra, obstinado como Cristo ante todos los que dudaban de él.
Ahora nos recuerdan que no debe pasar un solo día sin que se lo agradezcamos. Puedes dejar de creer en dios, pero no te olvides de rezar a Adolfo Suárez, pues la vida misma le debes. Amó inconmesurablemente este país donde ahora te hundes y tu desgracia actual lo hace aún más grande.
Lo sacrificaron porque los héroes no pueden tener finales felices, pero la palabrería hueca de estos días nos reconforta. ¿Qué sería de nosotros sin panegíricos, estatuas, monumentos, dioses o esperanza?
No, no es retórica. Responde: ¿qué sería?
Adolfo Suárez González

martes, 11 de febrero de 2014

Cuestión de vallas

A los amigos del Grupo de Migración de Lavapiés
 


   Esta imagen terrible es el último episodio de una interminable novela con pasajes más famosos. Piensa en Berlín, en Israel, Corea... Quizá aún no te atrevas a reconocer que tu simpático país dispone de elementos similares para cribar a primera sangre el grano bueno. Eso es una valla, un muro o los puestos de control de pasaportes de un aeropuerto: cribas. Pasas si tienes cierta cantidad de dinero en efectivo o si tienes un pasaporte X (argelino con pasaporte de Argelia, no; argelino con pasaporte francés, sí) o si juegas excepcionalmente bien, sobre todo al fútbol. Si no, olvídate.
   Lo que los medios han llamado "asalto" a la valla de Ceuta ha resultado una gran desgracia, un horrible asesinato. No hace falta redundar en lo que habéis oído: cientos de africanos que malviven en los montes cercanos a la frontera intentan aprovechar la oportunidad que da ser un gran número para cruzar la valla. Son perseguidos por dos ejércitos: el español y el marroquí. Son peligrosos, porque si pasan y no los cogen seguirán malviviendo aquí. Con la salvedad de que quizá puedan mejorar algo la vida de sus familias. Y como son peligrosos les disparan. A veces de los dos lados, porque no pertenecen a ninguno. Y, claro, pasa esto:




   No es nada que no haya ocurrido antes, aunque quizás te haya extrañado esta vez escuchar que a la Guardia Civil la han pillado haciendo cosas que no debería o, más bien, de las que no deberíamos enterarnos. Se supone que si alguien entra ilegalmente en territorio español las autoridades deben hacerse cargo de él y, en tal caso, repatriarlo a su país de origen. Pero los funcionarios armados españoles se dedican día tras día a incumplir la ley. Los devuelven a Marruecos. Al monte del que vinieron. Esconden la ley al más débil para que no pueda servirse de una mínima ayuda. La única fuerza moral a la que puede recurrir un cuerpo de seguridad, trabajo indigno donde los haya, es cumplir la ley. Y ni siquiera de eso es capaz la Guardia Civil o la policía, como comprobamos frecuentemente.
   Otro episodio, menos violento fisicamente, se sumó a esta lista el domingo: Suiza aprobó, con un 50,3 % del voto de un 56,5% de participación (risas), limitar la entrada de inmigrantes. Suiza, un país con un 22% de residentes extranjeros que, por supuesto, en estas cosas no pueden votar. El resto de la UE, que no hace sino cribar a sus propios inmigrantes, no quieren que Suiza haga lo mismo con ellos. Un aplauso para semejante ejercicio de inmoralidad.
   Y un pensamiento sobre todo esto. Aquel que haya emigrado de cualquier forma: para conocer, estudiar o trabajar, o que conozca gente que lo haya hecho (o sea, todos), no puede sentirse ajeno a esta operación sumamente cínica. La Europa pretenciosa, llena a su vez de millones de emigrantes, y que envió, sobre todo a América, otros tantos millones en siglos pasados, solo quiere a los ricos, digo a los buenos.
   ¿Que por qué cínica? Cualquiera que haya cruzado alguna vez esa absurda invención humana que se llama frontera lo entenderá: lo que hay a ambos lados de una valla es exactamente lo mismo. Estas solo sirven para dividir el aire y segregar por dinero. Porque los sofisticados radares y los muros altísimos ya no defienden la tierra, sino el dinero. Se construyen para que nadie nos quite el dinero que circula de este lado, no se le ocurra a alguno compartirlo. Aunque hay quien se lo curra y puede hacer salir un montón de dinero para evadir impuestos, pero ese movimiento se da siempre en la otra dirección (muchas veces hacia Suiza, para cerrar el círculo paradójico).
   Cuando uno viaja se encuentra con paradojas inexplicables que se mantienen gracias a esas vallas y una de las capitales es la monetaria. Vivimos en un mundo sustentado en el principio tan sencillo de que lo que cada uno hace no vale lo mismo a un lado y otro del muro. Tampoco lo que compra ni lo que tiene. Si eres lo suficientemente frívolo pensarás en lo ventajoso que puede resultar gastar tu dinero en un país en el que las mismas cosas cuestan mucho menos que en el tuyo y te cabrearás cuando suceda al revés.
   Por mucho cariño que se tenga al lugar donde uno nació o vive, nada, absolutamente nada en nuestra vida debería estar condicionado por él. Yo, al menos, nunca me permitiré el lujo de pensar que el suelo de mi casa me pertenecerá para siempre, que nadie más que los míos tienen derecho a plantar patatas en mi municipio o a tocar música en las calles del barrio en el que me crié.
   Varias canciones de Jorge Drexler tratan de una identidad cultural que es a la vez heredada, transformada, aprendida y cambiante. No somos de ninguna parte, nada nos pertenece realmente: "el mismo suelo que piso seguirá; yo me habré ido". Son, por ejemplo, Frontera o De amor y casualidad, pero prefiero la Milonga del moro judío, que parte de un estribillo de Chicho Sánchez Ferlosio.
   Contra todo el que se tenga por estúpido patriota. 

martes, 21 de enero de 2014

El temporal y el árbol

   No es mal momento, entre la cola y el frente de dos temporales, para hacer diario o, como diría Silvio Rodríguez, un "resumen de noticias":

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   Miro, veo, escucho y pienso "ya está, consiguieron lo que querían". Resulta que la macroeconomía no para de ir mejor de lo que se esperaba y recuerdo que estamos en 2014. Coño, no se equivocaron, hace tiempo que dijeron que para 2015 o así todos íbamos a seguir jodidos pero estables y que ya si eso se empezaría a notar una "recuperación". Qué jodida es la teoría cuando se confirma. Explota una burbuja, se recoloca el capital, ganan los astutos, un par de trileros van al trullo y a girar la rueda otra vez. Dijeron que con sueldos más bajos; que con peores condiciones; que con menos servicios... Pues todo esto ya pasó y ¿a que no ha sido para tanto? Muchos aún no se dan por enterados. Otros, saben que ya pasó otras veces. Pocos, que no puede ocurrir de otra manera mientras. 
  Dentro de muy poco explotarán viejas burbujas en Brasil y en otros sitios. Y así sucesivamente. El gran capital aprieta pero no ahoga, tira de la cuerda todo lo que puede. Pero no mata. Al menos aquí, que estamos del lado bueno del muro, digo del Mediterráneo.

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   Leo. Raciono la lectura de Por el bien del imperio, de Josep Fontana. No conviene atracarse porque cada capítulo es un puñetazo y hay que recibirlos entero, de pie, consciente. Su relato de la historia de la segunda mitad del siglo XX es profundamente desagradable, pero muy clarificador, demasiado para este mundo light. No paro de descubrir maquinaciones perversas, planes de guerra estúpidos, cínicas ventas de armas, exterminios, torturas sistemáticas, tráficos interesados y víctimas inocentes, millones que nunca supieron qué pasaba, como nosotros no sabremos hasta que pasen décadas "salvo alguna cosa". Todo dirigido por una panda de arrogantes, no más de 500 tipos en el mundo que se perpetúan como una saga. Perfecto para los ingenuos que pensaban que la última tragedia del mundo había sido la II Guerra Mundial. Últimas raciones: los 80, Líbano y Afganistán. Terrorífico.

3

   Me sorprendo. Resulta que han nombrado la palabra "asamblea" en un informativo y no la han menospreciado. Es el milagro de Burgos. Mientras hace diez días todos daban la cobertura de siempre a las reivindicaciones del barrio de Gamonal (jóvenes encapuchados cometiendo "actos vandálicos") ahora se habla del movimiento vecinal y, aunque sin apoyarla, de su reivindicación de que los detenidos en las manifestaciones no sean denunciados y queden libres de cargos. Están estupefactos. A los ojos de cualquiera, y simplificándolo mucho, ha pasado lo imprevisto y ni siquiera el poderoso aparato de los medios y los partidos se atreve ahora a ponerse en contra de los únicos que en este asunto pueden parecer "los buenos". Además, resulta que saben lo que hacen. Por eso siguen reclamando que las detenciones y las acusaciones de la policía fueron arbitrarias e injustificadas. 
   Y ahora las cámaras tendrán que seguir allí. Fueron a buscar sangre fresca y les vendieron carne cruda. Se temen algo, por ejemplo, que la política ya haya cambiado, que se haga sin ellos. Mientras, los tertulianos se asustan de que algún desesperado rompa cristales y que se siga gritando que "no nos representan". Por mucho que hubieran creído que Luis XVI estaba equivocado, que era injusto, ellos son de los que nunca habrían acompañado a las pescaderas de los mercados de París a asaltar Versalles. Diferencia.

4

   Estudio. Preparo el tema sobre la literatura realista en la segunda mitad del s. XIX. Soy tonto y me conmuevo. Encuentro fotos, por ejemplo, de las barricadas de la Comuna de París. Son tan tristes y encantadoras las caras de aquellos desharrapados que probablemente acabaron muertos. Ahí están los adoquines, las zanjas, los cristales rotos... de hace 140 años. Hoy como ayer. Pero con pañuelos de papel y pantallas, muchas pantallas. Recuerdo a mis alumnos que los revolucionarios de entonces consideraban vital que los trabajadores aprendieran a leer para poder pensar libremente. El que diga que ellos no piensan no recuerda las bobadas que hacía cuando tenía 16 años. 

Barricade Voltaire Lenoir Commune Paris 1871

5

   Pongo música. ¿Para qué servirá la música en medio de tanto asco? Pero este es un disco de Lou Reed comprado en el Village de Nueva York con la romantica idea de que eso significaría algo. Una estupidez. Pero es precioso. Definitivamente, el virtuosismo no es el mejor arte. Me quedo con la sutileza torpe de los que aún no sabían lo que hacían, los que huyeron hacia adelante creyendo que lo que tenían entre manos era bueno sin adivinar por qué.

6

   Escribo. Compongo un par de estrofas idiotas e intento corregir unos versos apurados que salieron de una mañana de hospital. No se dejan. Escribo una entrada en el blog como si se la debiera a alguien que me mira como yo. Escribo en el salón, junto a la chimenea. Me siento culpable.

   Cuando pase el temporal prepararé la tierra para plantar un árbol.

   Bonito verso este.

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