jueves, 1 de agosto de 2013

Fábulas del dinero

"Pero si somos ricos, Mary... Nos bastará 
con enterrar el dinero y quemar los papeles."

1

   En la narrativa de la segunda mitad del siglo XIX hay un tema que fascina a los autores y se impone como reflejo de los nuevos tiempos, los del imperialismo y las finanzas: las grandes fortunas, su creación y su destrucción; o, dicho de otra manera, el poder del dinero para cambiar las vidas, para encumbrar o destruir a cualquiera. La época en la que nacieron los que aún hoy son los grandes bancos es la misma de las novelas y relatos de Dickens, Galdós, Twain, Zola, Eça de Queiroz o Machado de Assis. ¿Casualidad? Imposible.
   ¿Cómo no dar cuenta en su literatura del cambio inmenso que las posibilidades del capital habían producido a su alrededor? Pensemos: nunca antes una acción de bolsa, un pedazo de oro, un billete de lotería o una apuesta habían sido capaces de cambiar tan radicalmente la vida de una persona. Bienvenidos al primer momento de la historia en que basta con tener dinero para ser mejor. Adiós al Antiguo Régimen de la sangre noble. La nobleza, desde entonces, es cuestión de ceros. Un progreso, como mínimo, cuestionable, pero asumido como el único medianamente imparcial desde el criterio capitalista: si alguien ha ganado dinero, es porque lo ha merecido. Esa es la idea primitiva, ya de por sí discutible, pero ¿y si el dinero no es producto de la virtud? ¿Todas las formas de ganarlo son honestas? La pobreza ¿también es "merecida"?
   Ya traté algunas de estas ideas al analizar Grandes esperanzas, pero los ejemplos son abundantes. Quizá, en tiempos para los que las falacias del dinero son cada vez más evidentes y la corrupción un chorro de noticias nunca analizadas en el fondo, sea conveniente echar un vistazo a los textos de aquellos sorprendidos por la magnitud de ese poder nuevo. Tal vez el dinero lleve tiempo comportándose de la misma manera bajo distintos disfraces y sea más fácil descubrir la trampa mirando al pasado. Así que echemos un vistazo. 

2

   El hombre que corrompió a una ciudad es un volumen de relatos de Mark Twain que contiene dos fábulas muy interesantes sobre la nueva relación establecida entre los individuos, la sociedad y el dinero. La primera, de la que recoge el título la edición de Austral, cuestiona la apariencia de moralidad tras la que se ocultan muchas de las actitudes más hipócritas y mezquinas.
   Hadleyburg, en este relato, es una plácida ciudad norteamericana famosa por la honradez y honestidad de sus habitantes. Una fama totalmente vacua, pues a la hora de la verdad un forastero en apuros solo recibió la ayuda de Goodson, un hombre ya fallecido y más generoso que el resto de ciudadanos ejemplares. El forastero, que sabe que la fama de honrados de estos no es merecida, se toma una calculada venganza: destruir el buen nombre de Hadleyburg.
   El método será sencillo: basta con poner una supuesta cantidad de dinero en discusión para que su sola presencia sea la cizaña que desvele la falta de integridad de todos y cada uno de sus habitantes. Para ello, deja una talega supuestamente llena de oro en casa de un trabajador del banco con ciertas instrucciones escritas: que se custodie el dinero y se publique un anuncio para que se presente el benefactor al que aquel desconocido quiere recompensar por la ayuda recibida en el pasado.
   Inmediatamente los ciudadanos reconocen que el único digno de la recompensa sería Goodson, pero, como está muerto, todos se apresuran a intentar acreditar su mérito. El pastor Burguess es quien debe resolver, acabado el plazo, quién debe llevarse la bolsa, pero se descubre que dieciocho de los diecinueve notables ciudadanos de Hadleyburg han dado la misma respuesta al reto planteado por el forastero, es decir, han mentido, conspirado y tergiversado para poder ganar un dinero que la mayoría ni siquiera necesita. El décimo noveno, sin embargo, no tiene mejor suerte, pues su mentira también lo perseguirá.
   He ahí la simpleza de la venganza del forastero y la moraleja de la fábula: basta con poner algo de dinero en disputa y las personas se envenenarán, se corromperán y la hipocresía, la falsedad y la mezquindad surgirán por doquier, incluso en quien más escrúpulos tenía. Es sintomático que dos buenas partes del texto se dediquen, por un lado, a las dudas sobre la moralidad o no de lo que deben hacer del matrimonio Richards y, por otro, al espectáculo ridículo que se produce en el acto en el que el pastor Burguess lee la respuesta de cada uno de los ciudadanos a la pregunta del forastero y la carta de este, en el que el público, según descubre cómo han mentido los ciudadanos notables de su villa (los únicos que habrían podido ayudarle, pues, se deduce, todo ese público es pobre), va tomando conciencia del escándalo y se burla de los que hasta entonces creía prohombres a carcajada limpia.

3

   El segundo, titulado "El billete del millón", es una sátira sobre la capacidad que tienen los símbolos de la riqueza para alterar la percepción que la sociedad tiene de las personas y su comportamiento. Así, narra cómo un náufrago llega a Londres sin un centavo y es objeto de una propuesta descabellada: si sería capaz de sobrevivir un mes con el billete de más valor nunca emitido (un millón de libras esterlinas) sin canjearlo en el banco (pues al término del plazo deberá devolverlo) ni cambiarlo, pues nadie le podrá dar la vuelta al comprar un traje o saldar la cuenta de un restaurante o una pensión. El protagonista asume el reto con escasas esperanzas de éxito y por obligación, ya que no tiene otra salida que intentar seguir el juego a los dos capitaistas aburridos que, en vez de preocuparse por el alimento y el techo de un mendigo, andan locos con su británica apuesta.
   Sin embargo, ni el protagonista ni el lector presumen hasta qué punto la mera exhibición de dicho billete va a suponer que todos lo adulen, a pesar incluso de su traje de pordiosero y su acento extraño. A partir de entonces, y sin gastar realmente nada, le dan de comer, lo alojan, lo sirven, lo visten, lo invitan..., demostrando cuál es la actitud de la sociedad hacia el que se supone que es rico. Una vez que está seguro de que va a sobrevivir durante el tiempo de la apuesta intentará rizar el rizo en su vida ficticia de un mes: ¿y si fuera capaz de ganar dinero "real" a partir de las suposiciones de los demás? Quizá si es suficientemente astuto...

4

   Ambos relatos presentan una sociedad en la que ya no es el hábito el que hace al monje, sino su billete. Desde entonces, importa tanto ser rico como parecerlo o, más bien, tener la expectativa de serlo en un futuro. Por eso ningún personaje se corta a la hora de hacer favores y préstamos a alguien que posee semejante símbolo de fortuna, sea o no real, o de buscar el ardid para conseguir una cantidad determinada sin preocuparle su legitimidad. 
   El dinero, una ficción en sí misma, genera así, por su sola influencia, una brutal transformación de la conducta y revela su condición de absurdo, pues quien en realidad no lo posee puede vivir a sus expensas. Los personajes de estas narraciones del último cuarto del s. XIX se ven absolutamente condicionados por el dinero, ya que su posesión es la única posibilidad de un cambio de vida que, en realidad y por mucha liturgia religioso-capitalista a la que se recurra, nunca depende del mérito o de la virtud sino, como ellos y el autor saben, de la oportunidad, la suerte y la falta de escrúpulos.
   El sistema económico intenta, por su propia supervivencia, disimular estos absurdos del dinero como símbolo del capital, presentando como normalidad inexcusable y asumida cuestiones tan delirantes como el cambio de moneda, la fluctuación de los valores en bolsa, las obligaciones de deuda, el margen comercial... Suerte que somos conscientes de ello, ¿no?
   De todas formas, que las alegorías de Twain se parezcan tanto a la realidad de nuestras sociedades, condicionadas en cada trato, contrato o favor por el dinero y su posesión, compra, préstamo, venta o acumulación, no es para sentirse orgullosos, ¿verdad?



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