martes, 27 de diciembre de 2016

El escritor, la imaginación y el premio

Lo puramente imaginario no existe,
Albert Camus

1

    ¿Y si el sueño se hiciera realidad? Cualquier escritor o escritora, por mediocre que sea, habrá soñado alguna vez que lo reconozcan por su nombre y que le den un premio, tal vez el mayor posible. Ya veo que no os lanzáis a tirar piedras. Pecados de adolescencia, supongo. El caso es... ¿de dónde viene un escritor?; ¿cómo se hace? Pero también ¿de dónde salen sus obras?; ¿y las ideas?; ¿cuál es “la parte inventada”? ¿En la literatura se imagina, se copia, se exagera, se traslada o se imita?
    Estas preguntas articulan la película El ciudadano ilustre, que representa el viaje de un reciente y, por supuesto, aclamado premio Nobel de Literatura al pueblo miserable y recóndito de la provincia de Buenos Aires donde nació y vivió hasta los veinte años: Salas. Algo que podría sonar idílico, pero que no lo resultará. Ese viaje, núcleo de la película, aparece enmarcado entre un prólogo en el que el protagonista, incapaz de crear varios años después del premio, siente el impulso de volver a sus orígenes, y un epílogo en el que presenta su nueva novela como el relato del viaje que él mismo supuestamente ha realizado.
    Esa es la clave. ¿Supuestamente? Sí, porque, a pesar de una puesta en escena realista y simple su interpretación es confusa: ¿fue verdaderamente al pueblo?; ¿soñó el viaje?; ¿lo inventó?; ¿lo exageró? Las imágenes que hemos visto ¿son su viaje real, su sueño o su nueva novela (con todo lo que la ficción implica)? En todo caso, un reto complicado en la idea, pero llevado al guión y la imagen de la forma más sencilla y efectiva.

2

    El ciudadano ilustre comienza con una ocurrencia más que meritoria: simular la escena en la que se concede por primera vez el premio Nobel de Literatura a un argentino. Un momento comparable a la aparición del lehendakari negro en Airbag. Ahí está toda la ironía de la nación que siempre se creyó más culta de toda Latinoamérica tomándose en broma sus propias frustraciones de civilización europeísta y occidentalizadora. Solo por esa idea la película vale la pena.
    Pero ¿quién es ese primer argentino, un tal Daniel Mantovani, ganador de semejante honra? La película nos lo presenta como un estereotipo del intelectual latinoamericano (y argentino) emigrado a Europa que ha conseguido éxito con sus novelas (o sus artículos, sus clases, sus conferencias, sus colaboraciones...) y mantiene una pose descreída del mundo, incluso después de haberse hecho millonario y famoso (o por eso mismo). Tan famoso que en su propio pueblo, tras treinta y tantos años sin saber de él, lo invitan a representar su papel de prócer y recibir los halagos y parabienes dignos de su categoría. Así que decide aceptar.
    A partir de ahí la historia se hace deliciosamente ambigua. Por un lado, el protagonista sufre una terrible cura de humildad. Todo lo que encuentra en su pueblo es exactamente tan zafio, hortera e ignorante como ya sabía, aunque tal vez no lo esperara. Precisamente las escenas mantienen un calculado equilibrio entre el desprecio y el encomio, el ridículo y la ternura. Casi hasta el final.

El prócer entre los bárbaros

    Por otro lado, él mismo sabe que todo lo que ha conseguido crear no es más que la versión corregida, aumentada y efectista de lo que conoció en ese mismo pueblo durante veinte años, justo cuando se fue para no volver... hasta ahora. No ha sido más que el civilizado que cuenta la historia del bárbaro, el intelectual que desde su atalaya cree interpretar mejor que nadie el significado de los actos de los demás, de la vida de todos. ¿Tenía razón?
    Por eso los brutos se rebelan contra su prócer. Llegan a abuchearlo, tirarle huevos, insultarlo... Se dan cuenta de que el prócer nunca dio una imagen positiva del pueblo, aunque fuera falsa. Tal vez todo el mundo necesite alguna vez imaginarse mejor de lo que es para aspirar a serlo y las novelas de Mantovani no hacían más que redundar en su desgracia.
    No hay nada deslumbrante en esta película. Seguramente porque no debe haberlo. El guión juega delicadamente con el estatus de la ficción pero, curiosamente para una película, a partir de la literatura, no del cine. La metaficción es la de la película con respecto a la novela que nunca vamos a leer. En este juego todas las escenas resultan tan escuetas como sugerentes, pues están sucediendo a la vez en varios planos: el mundo de la literatura, la vida del escritor-protagonista, su última novela y su imaginación. Este irónico viaje a los orígenes puede interpretarse en estos cuatro planos o mezclarlos como uno quiera. No me digáis que no es interesante.

3

    Entonces, ¿cómo funciona la imaginación? Aunque a menudo se la relaciona demasiado con la fantasía, imaginar, igual que en el caso de la película, no supone inventar mundos fantásticos, seres, objetos ni palabras mágicas; ni siquiera simular el pasado o el futuro. La ficción se crea a partir de lo vivido y observado. Nada surge de la nada. La imaginación, en el fondo, no es más que la capacidad de figurarse situaciones y de creerse otros. Así que todo eso suele suceder muy cerca de quien escribe la historia. 
   De hecho, los únicos relatos de ciencia-ficción o fantasía interesantes son los que revelan su relación con lo ya existente. Porque la imaginación más perturbadora no es la más exuberante, sino la que introduce en nuestra propia realidad monstruos posibles. Y, creedme, estos sí que acojonan.
    De esto trata precisamente Guardar las formas, el libro de relatos publicado hace meses por Alberto Olmos, de quien ya había hablado aquí. Todo pasa cerca de ti, escritor, lector, por inquietante que sea. Lo único necesario para contarlo es encontrar una voz que lo haga. Una voz imaginada, claro. Y en un libro de relatos con un requisito esencial: una para cada historia. De ahí su riqueza literaria y su posible torpeza también. Su riesgo.



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   El libro está compuesto de situaciones inquietantes pero muy corrientes: alguien que se queda sin llave para abrir la puerta de casa, una cinta de vídeo sin rebobinar, manuscritos guardados sin publicar, llamadas en las que no se dice una sola palabra, botellas que no están donde deberían, vecinos que dicen que han ganado la lotería, la manía de observar ventanas desde la calle, una niña asustada por un perro... Vamos, que a priori no llaman la atención. ¿Cómo lo consiguen? ¿Cómo se transforman en historias?
   Pues siguiendo dos sencillos pasos:
  1.  Añadir a cada situación un elemento que resulte perturbador: la puerta que no se abre está cerrada por fuera y no es la de tu casa, los manuscritos son de tu padre muerto, quien deja la cinta sin rebobinar es el novio de tu hermana, la niña asustada es tu hija, a quien Adela no habla es a su madre.
  2. Elegir el punto de vista y el narrador adecuados para que la historia vaya avanzando al ritmo pretendido y su misterio no se desvele antes de tiempo o, precisamente, para que todo quede sugerido u obligar al lector a situarse donde se siente incómodo, del lado del criminal, por ejemplo. Así, el que envidia a los agraciados del sorteo, el amante encerrado, el hermano discapacitado, el hijo del escritor inédito o tú mismo, viajero morboso, son las voces de estos cuentos.
    Inventarse el narrador es el trabajo más difícil para cualquiera que escriba. Quien lo probó lo sabe. Solo hay una forma "perfecta" para cada historia tal y como el inventor la ha concebido y todo depende de esa voz. Ahí está el misterio de la ficción y de la literatura en general. Si este paso no sale bien, todo se va al traste, nadie se pondrá (literalmente) en situación y el relato será un fracaso o algo completamente insulso, que es lo mismo.
   El propio Alberto Olmos ha insistido varias veces, también hablando del último Nobel, precisamente, que para ser escritor hay que currárselo. Hay que inventar, imaginar, crear algo. No es algo que pase en veinte minutos. Olmos reivindica a los escritores profesionales porque cree que la literatura no es la misma si pasa de profesión a ocio.
   Esta discusión da para otra entrada. Pero lo que interesa ahora son los relatos de Guardar las formas. Un ejemplo perfecto de cómo se crean las historias, por modestas que parezcan. Y de cómo pueden jugar con el miedo, el resentimiento, la envidia, el amor, la nostalgia o la locura hasta que el golpe te alcanza, el crimen sucede o la historia estalla. Y es bastante duro a veces. Valgan para ello "VHS", "Por dentro", "768.786 euros" o "Tantas veces criminal". Leedlos.

5

   En las novelas la imaginación está aún más restringida. En ellas es mucho más difícil sostener la ilusión de un mundo fantástico. Por ello tal vez las mejores estén tan apegadas al suelo, al escenario reconocible y habitual de las vidas que comprendemos.
    El realismo, visto así, sería como el grado cero de la imaginación. Y nada más realista que la historia de un barrio de tu ciudad, de personajes cercanos y situaciones contemporáneas. Este es el punto de partida de Lainmensa minoría, de Miguel Ángel Ortiz: adolescentes de la Zona Franca de Barcelona durante el 2010 y 2011. ¿Será que en ella no hay imaginación?
    Jugadores de fútbol que nunca llegarán a profesionales, alquileres, hipotecas, separaciones, trapicheo, mercadillos, asignaturas suspensas, líos y noviazgos, calles feas, veranos bochornosos, Extremoduro, trabajos mal pagados, casi miserables, desahucios... Es decir, la vida de la inmensa mayoría de jóvenes que no suele salir en las novelas.
   Así que el propósito está claro: no será épica, pero la historia de estos chicos (y de tantos otros) merecerá la atención de alguien, al menos de Miguel Ángel y sus lectores, igual que Mark Twain y Dickens hicieron con sus chavales cuando la literatura se ocupaba, también, de otras cosas. Puede sonar ingenuo y hasta decimonónico, en efecto, aunque no es algo que el cine no siga intentando algunas veces (si leéis esto, futuros directores, ya podéis ir comprando los derechos).

y 6

   Debe haber algún truco: inventar una historia que precisamente es la misma que podía haberle ocurrido a cualquiera. ¿Para qué? ¿Imaginar los detalles de la vida de cuatro amigos entre los quince y los dieciséis? ¿Lo que hacen en el instituto, en la calle, en el parque, en el bar de la esquina? ¿Sus conversaciones, partidos, discusiones y preocupaciones? ¿Dónde está su interés?
   La respuesta es sencilla: M.A. Ortiz no quiere que se pase de largo. Estos años duros tienen su historia y el Retaco, el Chusmari, el Peludo, el Pista, Laia, Mari Luz y hasta el Legis son parte de ella, aunque los haya inventado. La historia de un país hundido es también la de unos chavales intentando mantenerse a flote. Qué ironía. Como ganar por primera vez un Mundial en semejantes circunstancias.
   El Retaco cuenta su vida sin pretensiones. Vemos lo que pasa en su barrio, a sus amigos, a él. No es una historia bonita ni espectacular. No puede serlo. Y, sin embargo, vale lo que toda una vida metida en cuatrocientas páginas. Eso es, en el fondo, una novela. Se pongan como se pongan.
    El "truco" nos lo explica Camus: el artista, ante la realidad, siempre muestra "un mínimo de interpretación y arbitrariedad", la transforma con su lenguaje y redistribuyendo sus elementos; es ese "estilo" el que "da al universo recreado su unidad y sus límites" (El hombre rebelde. Rebeldía y arte).
  O sea, que siempre damos nuestra versión del mundo sin podernos librar de él. Hasta cuando nos creemos otros y nos imaginamos una vida distinta, un relato alternativo. La ficción es la eterna expresión de esta paradoja. Bendita sea. O como dice el Retaco:
Las letras del Robe eran únicas porque hablaban de lo que él llevaba dentro. De lo bueno y de lo malo. Contaban su historia. Porque todos somos las historias que podemos contar, y solo podemos contar las que tenemos dentro. La nuestra hablaba del barrio porque nos habíamos criado en sus aceras.


domingo, 4 de diciembre de 2016

El peor periodista; el mejor escritor

Hay hasta una máquina de ideas, el Plot Robot
o cerebro automático [...] Adquiriendo 
este cerebro automático yo podría, si quisiera,
inundar con mis creaciones [...] todo el 
mercado periodístico e hispanoamericano; 
pero me asusta la perspectiva de dejar sin pan
a las familias de mis compañeros. 

   Hay lecturas, sigue habiéndolas, que te llevan a un lugar imprevisible. Tal vez por eso continúo atrapado en el modelo analógico, sobre todo para aquellas que pasan de cinco páginas. Seguramente siga tontamente enamorado de estos tropezones con un libro que resultan inexplicables para cualquier algoritmo. 
   Cuando uno navega por una estantería tiene encuentros inesperados: hojea algunos libros, los desdeña, continúa buscando y de repente encuentra la pareja perfecta para ese baile. Repito, de forma matemática e informáticamente inexplicable: a veces buscabas algo breve y acabas con un novelón, pretendías leer ficción y acabas con un ensayo, das con un buen poema y te llevas el libro... sí, incluso eso, te lo llevas a la cama.
   Seré pesado, pero esto no me ha ocurrido buscando en la red, donde difícilmente perviven el simple, tirano y caótico orden alfabético de las bibliotecas o el desorden metódico de la librería de casa.
   Así di hace diez días con el único libro de Julio Camba que tengo, La ciudad automática, salvado de un escrutinio que ríete tú del capítulo VI del Quijote y que ya contaré otro día. Bien poco sabía del autor, aunque al vivir a 25 km. de su pueblo natal estaba claro que tenía alguna idea vaga. Pues bien, pasó lo que suele ocurrir en estas raras ocasiones: empecé a leer y no pude parar... hasta acostarme con él.
   A un tipo pervertido como yo le resulta inevitablemente atractivo seguir la mirada de un señor de Vilanova de Arousa que se había convertido en el periodista mejor pagado de su tiempo y que vagabundeaba por Nueva York como Pedro por su casa en época de la II República. Esa época fascinante de entreguerras: de crisis, jazz, huelgas, máquinas, rascacielos, gangsters, ley seca...
   En medio de aquel torbellino andaba tranquilamente Julio Camba después de haberse recorrido medio mundo, de Argentina a Berlín, de Londres a Turquía. Durante esos mismos años turbios que eran los de desclasados como mi querido Joseph Roth: los de los emigrantes irlandeses, eslavos, españoles, italianos...; de los estados que se hundían o creaban de un día para otro; del descrédito de la política (que tanto nos suena). Y este señor ya madurito, de unos cincuenta años, paseando por allí. Esta es la pinta de cosmopaleto que tendría unos años después:


  A priori Camba no es un tipo con el que uno pueda congeniar fácilmente ni en lo político ni en lo ético. Fue más que nada un oportunista que se iba haciendo más pragmático y descreído según se hacía mayor y disponía de más dinero, tanto como para vivir en el Palace. La verdad es que le fue muy bien, pasando de anarquista alborotador a colaborador conformista. 
   Me resulta mucho más sencillo identificarme con otra gente de su generación, como el humanismo conmovedor de Castelao, por ejemplo. Pero no vas a restringir tus lecturas a los tipos que te caen bien, ya que por una u otra razón siempre tendrías que enfadarte con alguien. Considerando, además, toda la arbitrariedad del prejuicio sobre la figura de un autor que no conociste en persona.
   Así que, pese a tus reservas, te pones a leer a Camba y entiendes perfectamente por qué en su época resultó un escritor excepcional. Con una seguridad pasmosa se larga a contar sus propias anécdotas y a lanzar juicios categóricos sin pararse a pensar ni estudiar demasiado. Para qué, si su espíritu es el del diletante, que se entusiasma y aburre súbitamente.  Aunque, todo sea dicho, en este libro hay bastante entusiasmo por la sociedad estadounidense y pasión por sus incongruencias, que, con respecto a Europa, se parecen tanto a las del propio escritor.
   Partiendo de lo obvio ("si las gentes no pudieran arruinarse aquí de la noche a la mañana, tampoco podrían enriquecerse de la mañana a la noche") llega a la observación irónica ("en España [...] si se arruinase alguien [...] tendríamos que esperar hasta que se le rayara el traje y se le torciesen los tacones" para enterarnos). Suelta de improviso el juicio ramplón y generalizador ("si la democracia universal espera alguna aportación del pueblo americano, que no espere una aportación política ni filosófica, sino una aportación mecánica"), pero con una gracia irresistible: "No es que los americanos no sepan cocinar. Es que no quieren hacerlo".
   Se reparten por el libro análisis descuidados pero inteligentes, sobre todo de las diferencias entre EEUU y Europa, como cuando afirma que Europa es analítica y América sintética o que la geografía europea es incomprensible para los americanos porque ellos han creado un país uniforme en un territorio gigantesco. También aparecen intencionadas boutades, como cuando elogia el vino casero que elaboran los ciudadanos de Nueva York frente a las bodegas europeas porque "la química ha desnaturalizado su jugo" o  cuando compara comunismo y capitalismo como modelos similares que conducen a la masificación y estandarización del individuo o cuando habla de la publicidad y la literatura comercial como el espíritu de la época o "la aportación inconfundible del pueblo americano a la literatura universal". Y, sin embargo, es tan agudo como para añadir un par de líneas después que Joyce y el resto de modernist "representan más bien el fin de una época que el principio de otra".
   Todo esto mientras aparecen por sus páginas las calles, los teatros, los barrios y los tipos, la mínima exigencia del cronista y, a ser posible, con el justo toque castizo:
Los cabarets del Broadway, con sus músicas y sus bailes de inspiración evidentemente negra, parecen un anuncio de los cabarets de Harlem. En ellos el irse animando es como si dijéramos ir sintiéndose negro, y hacia la una o dos de la madrugada todo el mundo se siente, por lo menos, cuarterón. Es la hora de Harlem. La hora en que los negros más monstruosos estrechan entre sus brazos a las más áureas anglosajonas. La hora en que el alto profesorado, tipo Wilson, se pone a bailar la rumba con la servidumbre femenina de color. Una vueltecita por Harlem a esa hora le ilustra a uno más que veinte volúmenes sobre la cuestión negra en América.

   Sin duda, las columnas de Camba debían ser en su época los mejores textos del periódico. Resulta un columnista perfecto porque no dice, en el fondo, nada más que lo que se le ocurre. Un charlatán exquisito. Divertido, incorrecto y, de alguna manera, paradójicamente sorprendente a pesar de mantener una pose, en el fondo, previsible. Aquí lo explica perfectamente José Antonio Montano.
   Eso sí, a estas alturas del s. XXI no busquéis en él al periodista que os desvele los entresijos de aquella época (por mucho que un premio nacional de periodismo lleve su nombre). Entonces no entenderéis nada. Camba era muy curioso, pero poco impertinente y, realmente, carecía del interés necesario para ser periodista. Nunca descubrió o investigó nada, sino que entretuvo a un montón de lectores con supremas y deliciosas banalidades que aparentaban sacar jugo a la actualidad. Él, desde luego, lo sabía. Lo que no le impidió pasar unos meses divertidísimos en Nueva York, captando al azar retazos de su carácter. Ahí está: la metrópoli art-decó en las palabras de un señor de Vilanova. El lector no solo disfruta de obras maestras.

"Nueva York es, en mi concepto, una ciudad romántica, no a pesar de su brutalidad y de su codicia, sino por ellas precisamente".


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