miércoles, 6 de noviembre de 2019

Cuando llegué, Buñuel ya estaba allí

El Guernica no me gusta nada,
aunque ayudé a colgarlo.
Luis Buñuel

1

   Hay libros de memorias fascinantes, que igualan el poder de sugestión de las mejores ficciones. No pertenecen al discurrir del arte literario ni transforman su historia. Constituyen sus márgenes, como tantos textos limítrofes, y completan su dimensión configurando la intersección entre la historia como experiencia individual y el relato, estructura universal de la vida en cuanto recuerdos.  Son la prueba de que construimos nuestra propia historia con la relevancia de acontecimientos minúsculos que, no obstante, no dejan de pertenecer al entramado azaroso de la historia de todos, esa que, con mayúscula, también nos obligamos a interpretar. Y ya sabemos con cuánta dificultad, pues requiere hacer categoría de la acumulación de experiencias insignificantes por sí mismas.
   Como narrativa, sus piezas son comunes a las del arte de novelar. De ahí la confusión y el exceso con el que se publican supuestas novelas sobre la vida de uno mismo bajo el amparo de la etiqueta "autoficción". Sabemos que la experiencia personal puede ser origen de relatos maravillosos. Pero también pésimos, literariamente hablando. Sucede que se recuerdan, claro, los primeros: el Mississippi de Twain o el París de Bryce Echenique, por poner dos ejemplos bien distantes.
   Como en estos casos, salirse de la autoficción implica, básicamente, usar la imaginación. Porque la novela adquiere un sentido más allá del relato de una vida "real". Llegar a la memoria, como subgénero, supone apenas un intento de reparar la pérdida de todo aquello que uno cree que ha conformado su vida, sus recuerdos, en fin, de ahí el nombre. Las memorias, pues, concebidas no como una elevación de lo particular a lo general ni como ejemplo de la Historia, difícilmente pueden alcanzar cierta importancia. Solo algunas lo hacen.  Para ello, no obstante, deben afrontar el relato desde la humildad, no dar más importancia a los hechos que los que tendría la vida de cualquiera. Si lo hicieran estaríamos hablando de autobiografías de héroes y notables, apenas útiles para los historiadores; muchas veces, pura propaganda.

2

   Puede que de alguna manera yo, que no era asiduo de estos textos, haya pretendido escapar de la moda de esa autoficción más reciente con la lectura de un par de libros de memorias estrictamente concebidas como tales. Tal vez todo provenga de la perplejidad que me produjo la denominación de la exitosa Ordesa, de Vilas, como "novela". Tanto en el propósito como en la confección del relato, proceso que el propio Vilas explicó en varias ocasiones en el propio libro, las presentaciones y las entrevistas, yo no veo nada más (y nada menos) que la respuesta a la necesidad de contarse a uno mismo su propia historia, interpretar su propio papel en los hechos particulares de una vida como tantas. Por mucho que los protagonistas sean, durante buena parte de las páginas, sus propios padres. La cualidad de la obra de Vilas, más allá de su estilo, es precisamente hacer sentir al lector que él también ha vivido experiencias semejantes. La emoción de algunas de ellas ya estaba, sin embargo, en los poemas de El hundimiento, de los que ya hablé aquí. Por eso incluyó algunos al final de aquel, aun a sabiendas de que el sentido de esos versos correspondía a otra dimensión.
   No hay nada que objetar a que un escritor decida contar sus memorias. De hecho uno de los libros que más me ha emocionado nunca es A criação do mundo (La creación del mundo), las memorias en seis volúmenes de Miguel Torga. Entonces comprobé que no es imprescindible la imaginación para lograr el relato prácticamente perfecto, pero sí que es dificilísmo, en cuanto a que requiere ajustarlo a una concepción totalmente distanciada de la vida de uno mismo, saberse ya otro cuando escribe. La excepcionalidad de la obra de Torga proviene, con toda probabilidad, de que su proceso de creación fue paralelo a su vida: cada volumen daba el portazo a una etapa pasada con el escepticismo de no concebir aún su correlato futuro. Su dureza, en este sentido, es abrumadora.
   Quiso la casualidad que el propio Vilas escribiera un artículo sobre el pudor en la literatura española cuya tesis aseguraba que poco a poco los escritores estaban liberándose de la necesidad de guardar su intimidad, abogando en la actualidad por desvelarla. Alababa algunas obras que habían servido para afianzar esa trayectoria: de Laforet a Aramburu y Del Molino pasando por Umbral, Millás y Landero. Por cierto, de Sergio del Molino no he leído La hora violeta, pero sí La memoria de los peces. Y, bueno, en fin.
   Incluye en ese listado a Delibes, pero, a pesar de considerar extraordinaria Señora de rojo sobre fondo gris,  le pone una pega: que al autor le dio vergüenza nombrarse a sí mismo y a su esposa, escondiéndose en la ficción. Un tiempo después de la publicación del artículo la versión teatral de José Sacristán llegaría de gira a mi provincia. Era una excusa perfecta, si es que a uno le hacen falta excusas para volver a Delibes y más siendo vallisoletano. La novelita es, en efecto, cruda y deliciosa. Sin embargo, no es Delibes alguien sospechoso de no querer utilizar la primera persona o al que, en su momento, le cohibiera utilizar sus experiencias personales. Ahí están sus días de caza, fútbol y bicicleta, por ejemplo, repartidos por unos cuantos libros. Así que a lo mejor hay que preguntarse si, como seguro que él mismo lo hizo, sería pertinente asumir que es una historia real o si ganaría algo el relato con otros nombres. De hecho, y por mucho que tenga en común con su vida, ¿es "exactamente" la historia de lo que les sucedió a él y su mujer? ¿Tiene sentido que lo sea?
   Como sugiere Vicente Luis Mora en su último ensayo, La huida de la imaginación, creo que la literatura actual está descartando con excesiva displicencia el poder que la palabra tiene de evocar y emocionar, su capacidad para crear una historia con su propio y precario material: el lenguaje mismo. Como lectores, saber que detrás de la enfermedad de la protagonista está la de Ángeles de Castro, mujer real de Delibes, no nos hace mejores intérpretes de la obra ni nos desvela un sentido oculto. Igual que no nos preguntamos si ocurrieron en realidad la tragedia de Antígona o las desgracias de Emma Bovary. Según Vilas, Señora le emocionó menos ahora que cuando se publicó porque la narrativa actual demanda "espacios autobiográficos" que no se disimulen y enmascaren, aunque el término de autoficción no le convenza. Precisamente porque no es ficción.  Parece, pues, que exhibirse a uno mismo es cool, trending, cae bien en el público y en el mercado, que no es lo mismo, ¿verdad? Por cierto, la adaptación de Sacristán es fantástica.



3

   Así llegué la pasada primavera a Mi último suspiro, de Buñuel, y este verano a El mundo de ayer, de Zweig. Estas memorias se corresponden al apremio que el exitoso autor sintió al comprobar cómo su vida se deshacía al mismo tiempo que se transformaba la sociedad europea de entreguerras. Se esfumaban sus ideales y se atropellaban los valores con los que se había identificado y por los que había abogado ya desde el 14: concordia, pacifismo, multiculturalidad. Todos los propósitos por evitar el sacrificio de Europa habían fracasado. La obra tiene mucho de testimonio, pues intenta mostrar cómo cambian las personas concretas empujadas por los acontecimientos y la necesidad. Toda la miseria del ser humano está en esas páginas en que el autor vuelve a encontrarse con quien apreciaba en su juventud y ya es otro. Envilecimiento. Desencanto. El libro tiene también la virtud de asumir su propia prosperidad como un contrasentido ante la evolución de su país, en plena decadencia social, económica e identitaria. Curiosamente es más la historia de una frustración que de un éxito, pues da la impresión de que es consciente de la contingencia de su propia obra mientras no deja de angustiarse por los signos que, poco a poco, encaminaban Europa a una destrucción asegurada. Quien busque en este libro la experiencia de un escritor apenas encontrará alusiones dispersas a su proceso de creación. Lo que sí se encuentra, sobre todo en los dos últimos capítulos, es el derrumbe de toda una moral y la perplejidad ante el advenimiento del desastre anunciado, algo que no puede admitir ni comprender, ante el que huye con tremenda tristeza y escepticismo. Inolvidables su última visita a su madre o la espera de la debacle en Londres, por ejemplo.
   He completado su lectura con Adiós a Berlín, de Isherwood, que encaja las vivencias personales del extraño (y extranjero) en el marco de una historia que fatalmente desemboca en la ruina de una ciudad, símbolo de toda una época. Se descubren muchos puntos en común con el libro de Zweig, pues la locura colectiva en que se va convirtiendo el nazismo se evidencia en detalles cotidianos tanto en este Berlín como en aquella Viena. Sí, el fascismo se construye fuera de los grandes discursos, según dan a entender ambos. El proceso creativo de Isherwood, sin embargo, escapa de la intención de la memoria como tal: exagera, sintetiza e imagina. Cada una de las partes de sus libros es un relato que poco dice de él mismo, ni pretende, salvo las últimas páginas en forma de diario. Se trata, maś bien, de mantener la postura del espectador, un flâneur en situación delicada.
   Pero, permitidme la boutade buñuelesca, Mi último suspiro es mucho más interesante y bien distinto. Primero, por la técnica, ya que Buñuel supo apartarse de la redacción final del libro y confiársela a un verdadero escritor: Jean-Claude Carrière. Las memorias están construidas a partir de los apuntes del propio Buñuel y de las conversaciones que mantuvieron. Huyen tanto del formato de la entrevista como del relato novelesco y, por lo tanto, de la búsqueda de un sentido y coherencia que otro tipo de narración no puede esquivar. El material, supongo, debía de ser ingente, pero si algo demuestran el propio Buñuel y Carriérre es capacidad de síntesis, aunque esto signifique cierta sequedad: las anécdotas son justas, medidas y breves; no hay parafernalia ni entrada en situación. Nada es prolijo, nada sobra, las reflexiones son directas. Puro recuerdo y reconstrucción de un pasado al que no se le da demasiada importancia, que Buñuel va comentando casi con desgana, apenas con cierto entusiasmo al tratar algunos sueños, ideas, personas. 

4

  ¿Qué se descubre en este libro? ¿Por qué me parece una lectura fascinante? Me explico. Para muchos Luis Buñuel no es más que un director de cine algo excéntrico al que aprecian más los franceses, pero sin trascendencia. Poco culto se le ha rendido, cosa que a él le iba a dar exactamente igual, en comparación con otros compañeros de generación o artistas cualesquiera del s. XX. Sin embargo, Buñuel es el s. XX en sí mismo y no hay ningún español que pueda dar testimonio de ello de mejor manera. De ahí el valor de sus memorias, pero, también, la sorpresa y admiración de los lectores, boquiabiertos al poder reconstruir a partir de este libro una trayectoria única, vital y artística, reflejo de todas las tensiones, contrariedades y amarguras del arte y la historia de España, casi del mundo. Por sus páginas pasan las guerras y el exilio, la República, el surrealismo, París, el comunismo, Hollywood, dios, la nada, el cine, los festivales, la URSS, la literatura.
   Porque resulta que Buñuel estaba en París cuando llegaron Hemingway y Fitzgerald, que fue probablemente el mayor autor del grupo surrealista y llegó mucho más lejos que Breton y que vivió seis meses en Los Ángeles en 1930 a costa de la Metro Goldwin Mayer. Eso, a los 30 años, antes de que la República y la Guerra lo cambiaran todo; antes de que se exiliara y viviera en América el resto de su vida, unos años en Nueva York y treinta  y cinco en México; después de haber fabricado las dos películas más sorprendentes de toda la filmografía europea de su época; en el 50, con Los olvidados, cambiaría también, para siempre, el cine latinoamericano.
   Según uno va leyendo tiene la impresión de que se narran varias vidas y no una sola. Tal vez por conocer unas circunstancias tan complejas, una época de cambios radicales en la Historia esa que lleva mayúscula. El lector no deja de sorprenderse: daba igual lo que ocurriera, Buñuel estaba allí ya antes de que lo pensaras. Como muchos otros autores de su generación trabajó para la República, pero en cargos importantes y con gran responsabilidad durante la Guerra, cuando unas pocas páginas de estas memorias se convierten en una novela de espías en el París nublado de ambiente prebélico. En la embajada más importante de la República Española, en plena Guerra, era Buñuel quien estaba metido en cada operación, misión secreta o acto de propaganda. Y lo dice, el tío, como si nada.
   De la misma manera hace repaso de su filmografía, la mexicana, la estadounidense, la española, la francesa. Ningún director ha alcanzado semejante trascendencia en filmografías nacionales tan dispares; en varias lenguas; en color y en blanco y negro; con un cine comercial y artístico. Tal vez solo Picasso llegó a ser tan revolucionario en su arte (y tengo serias dudas de ello, aunque no lo domino en modo alguno). Pero seguramente solo él lo revolucionó contando con tan poco, con las limitaciones de los estrenos comerciales del México de los 50, sus actores y sus medios; o rodando con tres amigos el documental más famoso de la filmografía española: Las Hurdes: tierra sin pan, tal y como cuentan la novela gráfica y la película de animación Buñuel en el laberinto de las tortugas.
   Ligando a Lorca con Cukor, Man Ray, Octavio Paz, Sartre y, por supuesto, Dalí, Buñuel va desgranando la historia de sus películas, lo que aún aprecia en ellas, reconociendo errores. La impresión es fulminante: Buñuel estaba orgulloso de poder haber hecho cada una de esas películas, aunque algunas fueran malas, pues le costó mucho rodarlas. Destaca una mentalidad más de artesano que de artista: presume de que era capaz de hacerlas, de que cobraba poco y cumplía plazos. No siente más cariño por aquellas que recibieron premios. No está resentido por las que no pudieron ser.




y 5

   Yo, al menos, tuve la suerte de descubrir su cine gracias a un puñado de fanáticos cinéfilos que se juntaban en un bar pequeñísimo. Os lo recuerdo: se trata de una obra tan dispar como sorprendente, siempre estimulante. Escenas de sus películas permanecen en mi memoria veinte años después. Algunas producen escalofríos; otras, inquietan o hasta hacen reír. Leer Mi último suspiro me ha devuelto parte de lo que supuso entonces descubrir que el cine, el arte, se puede hacer de otra manera. Veo ahora, a partir de los ojos de Buñuel, que hay grandeza en las obras más humildes; que la vanidad del autor es inútil; que la dignidad es estética; que la más poderosa imaginación enfoca al suelo o entra en un cuarto miserable. Hay autores más cercanos de lo que parecen indicar la distancia y el tiempo. Así que no leáis tanto a Zweig, sino a Buñuel. Y, sobre todo, ved o revisad sus películas.

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