martes, 31 de diciembre de 2013

El fantasma de la realidad

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   Si os preguntara cuál es el relato clásico más adaptado y difundido sobre las fiestas navideñas no creo que ninguno tuviera dudas: el Cuento de Navidad, de Dickens. Lo hemos visto en multitud de series y películas, en versión Disney, con los teleñecos, en dibujos animados... Hasta hay quien lo ha leído. Incluso se pudo escuchar el otro día, interpretada, por la radio:



   Lo normal es que de tanto repetirla una historia nos resulte banal. Y, por qué no decirlo, ñoña. ¿O no es la suma ñoñería esta conversión del malo malísimo al buenismo en una sola noche de visiones? Porque Scrooge es egoísta, tacaño, orgulloso, soberbio, cascarrabias... y, para colmo, rico. ¿Será entonces Cuento de Navidad una fábula sobre cómo humanizar el capitalismo? Desde luego que no, pero ahí lo dejo por si hay alguien con ganas de escribir tesis doctorales. No cabe duda, eso sí, de que Scrooge es la encarnación del capitalista malo, mientras que su difunto socio Marley, el responsable de todas las visiones, el que intercede por él como doña Inés por don Juan Tenorio, sería el bueno. Toda una parábola moralista: haz el bien y la gente será buena contigo; si eres malo, es porque alguien, en el pasado, se portó mal contigo; pero, tranquilo, que todo puede corregirse si te avisan a tiempo, como a don Juan.
   Y ¿de dónde proviene esa gran lección moral? Pues, agárrate, de un fantasma. Visto así, queda claro que,  para Dickens y otros muchos autores, la toma de conciencia moral de un individuo no es tanto un ejercicio filosófico ni una teología barata a lo don Juan sino una especie de arrebato caritativo y humanístico. El ejercicio de la caridad es generado, desde luego, por un sentimiento de culpa. Y es esa culpa la que empieza a sentir Scrooge tras las apariciones. Vamos, que antes era malo por no sentir compasión ni empatía por los desgraciados, pues siempre pensó que se merecían lo que tenían.
   Los fantasmas no muestran las injusticias de un mundo diseñado por la desigualdad social sino (de ahí el apoteósico final) cómo un buen comportamiento basado en la generosidad y la amabilidad puede acabar con la culpa y salvar moralmente al descarriado. Valiente tostón si no fuera porque, como relato, funciona admirablemente más allá de la sensiblería.

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   Pero no es solo cosa de Dickens. Pensemos en El mandarín, de Eça de Queirós, donde una estatuilla hace inmensamente rico a de forma instantánea a un pobre hombre (pero maldiciéndolo como la pata de mono de Jacobs o la botella de Stevenson). Por no hablar del doctor Jekyll, Ahab o la esfinge de los hielos. O el señor viejo con barba que se le aparece a Luisito Cadalso en Miau, de Galdós, que resulta ser, de algún modo, el mismo dios.  En cualquiera de estos relatos algún mecanismo mágico o fantástico condiciona la narración.
   Y ¿por qué esa necesidad de recurrir a los fantasmas para que salven a los vivos? ¿Por qué, para qué salvarse o convertirse? ¿No habíamos estudiado que la segunda parte del s. XIX se caracteriza por el progreso científico y tecnológico, por el empirismo, positivismo, etc.? Y sin embargo es la época más esotérica de la literatura hasta la invasión de los extraterrestres en los 50. Y la más moralista al mismo tiempo (pensad en La Regenta, en Madame Bovary, en Crimen y castigo...). La mayor parte de los relatos analizan el comportamiento moral de los personajes y sus tribulaciones conforman la propia estructura del texto. Y, curiosamente, en muchos casos, en las novelas más que en ningún otro, su paradigma aún sigue vigente y ha sido desarrollado hasta la saciedad. ¿O no es evidente la similitud de Cuento de Navidad con el otro relato estrella de las fiestas navideñas: ¡Qué bello es vivir!? La misma intervención angélica o fantasmal salva a un protagonista condenado. La misma simbología. La misma apoteosis final que da a entender que todo puede funcionar, que ganan los buenos, que no se equivocó dios cuando "vio que todo era bueno".
   Pero ¿ese comportamiento moral no puede razonarse a partir de los acontecimientos, los hechos, la simple realidad que los rodea sin la necesidad de intervenciones divinas, fantasmales o satánicas? En el fondo va a resultar que los realistas eran unos románticos. Menuda paradoja. Iban a sesiones de espiritismo, escribían sobre fantasmas, visiones o alucinaciones. Y luego pretendían representar la realidad tal cual. Algunos, incluso, apelando a un método científico. Como para fiarse.

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   Aunque quizá haya una razón para ello. Por muy mal que pueda sonar esto: tal vez las explicaciones racionales, técnicas o científicas no signifiquen nada o se queden cortas, como después propusieron los simbolistas. Si aún existe el discurso artístico debe ser porque hay significados que el lenguaje científico no puede transmitir. Nadie entendería, de forma racional, que Scrooge cambiara radicalmente de la noche al día. Pero su historia dice mucho.
   Puede, entonces, que los realistas no fueran tan románticos. Quizá se dieron cuenta de que simplificar la realidad era la única forma de representarla, de que, ni en la ciencia ni en el arte se puede llegar a comprenderlo todo. Por lo tanto en ciertas historias los fantasmas y otros trucos debían servir perfectamente.
   Y sí, tal vez fuimos los lectores los que nos equivocamos desde el principio porque no pensamos que en ese "imagen de la vida es la novela" del discurso de Galdós estaban, al mismo tiempo, la necesidad de acercarse a lo real y el reconocimiento de la imposibilidad de reproducirlo.
   Al final va a resultar que a veces necesitamos un fantasma para entender la historia. Un fantasma que acalle la lista interminable de porqués que, si uno pretende razonar, se volvería loco; que desmienta a la lógica; que provoque al azar (el de la lotería, por ejemplo); que mueva lo inerme; que cuestione lo imposible. Porque mira que somos poca cosa...

lunes, 28 de octubre de 2013

Todo lo que baja...

Transformoney Tree
   Noticia del año: la bolsa sube. Anda ya por nosecuantos puntos. Cojonudo. ¿Y? ¿Se supone que alguien debe alegrarse? Pongamos las cosas en su sitio.
   Que la bolsa suba significa que hay más gente dispuesta a pagar más por las acciones (participaciones) en ciertas empresas (porque, eso está claro, en la gran mayoría no invierte ni dios). 
   Pero ¿quiere esto decir que esta gente que cada vez pagaría más (nótese el condicional) por las acciones está interesada en el negocio/actividad de esa empresa? ¿Que su sueño es tener una parte de una gran compañía de telecomunicaciones o de supermercados, un pedacito de banco aunque fuera infinitesimal? 
   Basta ya de ingenuidades. Ojalá recordasen siempre que la mencionan en los informativos que la bolsa es, ontológicamente, una burbuja. Es decir, que lo que se compra en ella solo sirve para venderlo posteriormente. Y a un precio... mayor.
   Pero... ¿y si baja? Don't worry. El sistema hace tiempo que buscó remedio para esto. Al fin y al cabo las acciones no sirven para nada, apenas para apostar a que suben de precio y especular con ellas como si fueran apartamentos en la costa (aunque no ocupan espacio ni generan puestos de trabajo ni pagan un carro de impuestos). 
   Así que cambiemos de punto de vista: que la bolsa baje no es el problema; de hecho, debe bajar de vez en cuando para que el capital pueda regenerarse y volver a comprar... más barato. Llámenlo crisis, digo x.
   Fíjense en Bill Gates. Anda todo el mundo asombrado porque ha comprado un buen tarro de acciones de FCC e interpretando qué siroco le ha dado. Vamos, hombre, que no es nada más que un paseíto por las rebajas. Un tipo listo, como él, sabe que es muy probable que esas acciones suban y pueda volver a negociar con ellas y como, además, tiene capital de sobra invertido en otros lugares, tanto le da que luego no salga una belle operation.
   A quien se sorprenda con todos los estudios estadísticos que corroboran que la fortuna de los multimillonarios ha crecido bastante habría que recordarle que el capital, desde el principio, está muy concentrado. Que la manera en que se han manejado los negocios durante siglos estuvo pensada para que se mantuviera así (de ahí que se basara en obtener interés de los préstamos). Que este mismo capital controla cada negocio y empresa, pues dependen de su inversión. Que la ilusión de que un pequeño capital o renta familiar pueda revertir la situación es completamente falsa.
   Así que, basta. Que nadie tenga que recordarles que el valor del dinero (en forma o no de acciones) es una mera suposición, un enorme pacto ficcional hecho a medida de los únicos que pueden ganar mientras procuran distraer a quienes mantienen la ilusión de no perder. Mejor ni acercarse a la mesa de los trileros.


¡Quema el dinero y baila! 3/3

domingo, 29 de septiembre de 2013

El dinosaurio

   No sé vosotros, pero desde hace tiempo veo al dinosaurio mantenerse en pie a pesar de todas sus enfermedades e incluso seguir el camino previsto, no tan a duras penas como me gustaría. Es verdad que en los últimos años se han hecho mucho más evidentes sus fallos e incongruencias, pero, bueno, aquí estamos, prácticamente igual.
   Resulta, ciertamente, que la crisis financiera le quitó parte del maquillaje al sistema económico y social en que vivimos y que las medidas políticas tomadas para remolcarlo han sido objeto constante de críticas y protestas hasta hoy mismo. Pero seamos sinceros, extendiendo la alegoría de la manifestación de ayer tarde, el enroque está siendo bastante eficaz. El poder apenas ha sentido un cosquilleo.
   Mientras los medios de comunicación van soltando noticias de despidos masivos y gobiernos corruptos que, en el fondo, todo el mundo sospechaba y algunos hasta justifican; mientras se suceden los infantiles desmanes y reproches en el parlamento y las encuestas que revelan siempre lo mismo; mientras Internet rebosa de quejas, insultos y chistes de Rajoy, Merkel, el BM, el FMI y su puta madre, de montajes cutres con frases bienintencionadas y peticiones contra el toro de la Vega y otras salvajadas; mientras estalla el escándalo permanente de los tejemanejes de los gobiernos mundiales y se hace evidente su clasista y anacrónica estructura; mientras tanto, aun con todo este vendaval, el dinosaurio da, casi en silencio, los pasos que lo llevarán a su supervivencia segura. Porque se siente inmortal y sabe que un día sentirá las piernas menos pesadas, que volverá a ser joven.
   Su avance no es firme, pero sí constante y mucho más inteligente de lo que pudiéramos pensar (aunque ya nos estemos dando cuenta). Al fin y al cabo, al dinosaurio lo mueve el dinero, es dinero y, como tal, nunca se destruye. Así que, como siempre, está buscando la manera de volver a casa, de cerrar su círculo, de reproducirse en las manos que siempre lo acogieron. Y empezamos a pensar que todas las "concesiones" que el capital había hecho a quienes no lo gobernaban fueron suficientemente calculadas para que no se produjesen los cambios que alteraran su esencia: la escala de la riqueza, la esclavitud del salario, la arbitrariedad absurda del precio. Incluso cuando parecía que él mismo, anciano gigante con pies de barro, se podía hundir.
   Aquí, por ejemplo, el capital sabía a qué pastos emigrar pasada la burbuja de la construcción y también que los gobiernos siempre le han facilitado las cosas. Una vez eliminada la necesidad de parecerse a la socialdemocracia había llegado el momento de explorar otros nichos de mercado: las pensiones, los servicios públicos, el suelo comunal. Por eso dicen que la economía va a mejorar, pues ya está casi todo listo para el siguiente asalto.
   ¿Sabemos cómo va a acabar? Lo que sí sabemos es cómo ha empezado: leyes para proteger las hipotecas, para favorecer los planes de pensiones y los seguros de salud, para especular con el turismo y explotar las tierras vecinales, para que los gobiernos unten las manos de los amigos y devuelvan los favores que debían mediante conciertos (de obras, de gestión de hospitales, de colegios, de basuras, de telecomunicaciones, de transporte...) Ya se sabe: quien tiene el dinero tiene (directa o indirectamente, que es mucho más cómodo) el poder; el que hace la ley... Y las van a aprobar todas, no os quepa duda.
   Está claro que a mucha gente nos disgustan estas políticas. Y nos quejamos: compartimos fotos y artículos, soltamos improperios en los bares y alguna que otra reunión familiar, acudimos a manifestaciones, colaboramos con centros sociales, formamos asambleas populares o incluso hacemos huelga. Nos hierve la sangre, pero pasa el tiempo y "joder, ¡qué dura es la piel del dinosaurio!", pensamos como si, en el fondo, no lo supiéramos.
   Parecía que no, pero todo estaba (y sigue estando) atado y bien atado. Vamos, que al volver a casa "el dinosaurio todavía estaba allí"
   Sucede que el chiste, como el carnaval, no es revolucionario, lo revuelve todo para dejarlo tal cual estaba. Y dura poco. Eso sí, desahoga. A veces hasta resulta imprescindible. Lo mismo que la solidaridad en red o los gritos o las marchas o las manifestaciones. Pero eso no va a bastar. Tampoco unos cambios mínimos en ciertas elecciones, porque el problema no es el PP, apenas una rémora. El bicho es mucho más grande, tanto que nadie sabe con certeza si alguna vez lo podremos tumbar, ya que tan remota parece la posibilidad de que caiga solo.
   Hay quien piensa que sí, que toda esta maldita crisis conduce a ello. Ojalá. Perdonad, por el momento, esta falta de entusiasmo, pero a veces se hace duro avanzar "sin esperanza, con convencimiento" (Ángel González).
 
Ilustración de Pavel Kuczynski

jueves, 1 de agosto de 2013

Fábulas del dinero

"Pero si somos ricos, Mary... Nos bastará 
con enterrar el dinero y quemar los papeles."

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   En la narrativa de la segunda mitad del siglo XIX hay un tema que fascina a los autores y se impone como reflejo de los nuevos tiempos, los del imperialismo y las finanzas: las grandes fortunas, su creación y su destrucción; o, dicho de otra manera, el poder del dinero para cambiar las vidas, para encumbrar o destruir a cualquiera. La época en la que nacieron los que aún hoy son los grandes bancos es la misma de las novelas y relatos de Dickens, Galdós, Twain, Zola, Eça de Queiroz o Machado de Assis. ¿Casualidad? Imposible.
   ¿Cómo no dar cuenta en su literatura del cambio inmenso que las posibilidades del capital habían producido a su alrededor? Pensemos: nunca antes una acción de bolsa, un pedazo de oro, un billete de lotería o una apuesta habían sido capaces de cambiar tan radicalmente la vida de una persona. Bienvenidos al primer momento de la historia en que basta con tener dinero para ser mejor. Adiós al Antiguo Régimen de la sangre noble. La nobleza, desde entonces, es cuestión de ceros. Un progreso, como mínimo, cuestionable, pero asumido como el único medianamente imparcial desde el criterio capitalista: si alguien ha ganado dinero, es porque lo ha merecido. Esa es la idea primitiva, ya de por sí discutible, pero ¿y si el dinero no es producto de la virtud? ¿Todas las formas de ganarlo son honestas? La pobreza ¿también es "merecida"?
   Ya traté algunas de estas ideas al analizar Grandes esperanzas, pero los ejemplos son abundantes. Quizá, en tiempos para los que las falacias del dinero son cada vez más evidentes y la corrupción un chorro de noticias nunca analizadas en el fondo, sea conveniente echar un vistazo a los textos de aquellos sorprendidos por la magnitud de ese poder nuevo. Tal vez el dinero lleve tiempo comportándose de la misma manera bajo distintos disfraces y sea más fácil descubrir la trampa mirando al pasado. Así que echemos un vistazo. 

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   El hombre que corrompió a una ciudad es un volumen de relatos de Mark Twain que contiene dos fábulas muy interesantes sobre la nueva relación establecida entre los individuos, la sociedad y el dinero. La primera, de la que recoge el título la edición de Austral, cuestiona la apariencia de moralidad tras la que se ocultan muchas de las actitudes más hipócritas y mezquinas.
   Hadleyburg, en este relato, es una plácida ciudad norteamericana famosa por la honradez y honestidad de sus habitantes. Una fama totalmente vacua, pues a la hora de la verdad un forastero en apuros solo recibió la ayuda de Goodson, un hombre ya fallecido y más generoso que el resto de ciudadanos ejemplares. El forastero, que sabe que la fama de honrados de estos no es merecida, se toma una calculada venganza: destruir el buen nombre de Hadleyburg.
   El método será sencillo: basta con poner una supuesta cantidad de dinero en discusión para que su sola presencia sea la cizaña que desvele la falta de integridad de todos y cada uno de sus habitantes. Para ello, deja una talega supuestamente llena de oro en casa de un trabajador del banco con ciertas instrucciones escritas: que se custodie el dinero y se publique un anuncio para que se presente el benefactor al que aquel desconocido quiere recompensar por la ayuda recibida en el pasado.
   Inmediatamente los ciudadanos reconocen que el único digno de la recompensa sería Goodson, pero, como está muerto, todos se apresuran a intentar acreditar su mérito. El pastor Burguess es quien debe resolver, acabado el plazo, quién debe llevarse la bolsa, pero se descubre que dieciocho de los diecinueve notables ciudadanos de Hadleyburg han dado la misma respuesta al reto planteado por el forastero, es decir, han mentido, conspirado y tergiversado para poder ganar un dinero que la mayoría ni siquiera necesita. El décimo noveno, sin embargo, no tiene mejor suerte, pues su mentira también lo perseguirá.
   He ahí la simpleza de la venganza del forastero y la moraleja de la fábula: basta con poner algo de dinero en disputa y las personas se envenenarán, se corromperán y la hipocresía, la falsedad y la mezquindad surgirán por doquier, incluso en quien más escrúpulos tenía. Es sintomático que dos buenas partes del texto se dediquen, por un lado, a las dudas sobre la moralidad o no de lo que deben hacer del matrimonio Richards y, por otro, al espectáculo ridículo que se produce en el acto en el que el pastor Burguess lee la respuesta de cada uno de los ciudadanos a la pregunta del forastero y la carta de este, en el que el público, según descubre cómo han mentido los ciudadanos notables de su villa (los únicos que habrían podido ayudarle, pues, se deduce, todo ese público es pobre), va tomando conciencia del escándalo y se burla de los que hasta entonces creía prohombres a carcajada limpia.

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   El segundo, titulado "El billete del millón", es una sátira sobre la capacidad que tienen los símbolos de la riqueza para alterar la percepción que la sociedad tiene de las personas y su comportamiento. Así, narra cómo un náufrago llega a Londres sin un centavo y es objeto de una propuesta descabellada: si sería capaz de sobrevivir un mes con el billete de más valor nunca emitido (un millón de libras esterlinas) sin canjearlo en el banco (pues al término del plazo deberá devolverlo) ni cambiarlo, pues nadie le podrá dar la vuelta al comprar un traje o saldar la cuenta de un restaurante o una pensión. El protagonista asume el reto con escasas esperanzas de éxito y por obligación, ya que no tiene otra salida que intentar seguir el juego a los dos capitaistas aburridos que, en vez de preocuparse por el alimento y el techo de un mendigo, andan locos con su británica apuesta.
   Sin embargo, ni el protagonista ni el lector presumen hasta qué punto la mera exhibición de dicho billete va a suponer que todos lo adulen, a pesar incluso de su traje de pordiosero y su acento extraño. A partir de entonces, y sin gastar realmente nada, le dan de comer, lo alojan, lo sirven, lo visten, lo invitan..., demostrando cuál es la actitud de la sociedad hacia el que se supone que es rico. Una vez que está seguro de que va a sobrevivir durante el tiempo de la apuesta intentará rizar el rizo en su vida ficticia de un mes: ¿y si fuera capaz de ganar dinero "real" a partir de las suposiciones de los demás? Quizá si es suficientemente astuto...

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   Ambos relatos presentan una sociedad en la que ya no es el hábito el que hace al monje, sino su billete. Desde entonces, importa tanto ser rico como parecerlo o, más bien, tener la expectativa de serlo en un futuro. Por eso ningún personaje se corta a la hora de hacer favores y préstamos a alguien que posee semejante símbolo de fortuna, sea o no real, o de buscar el ardid para conseguir una cantidad determinada sin preocuparle su legitimidad. 
   El dinero, una ficción en sí misma, genera así, por su sola influencia, una brutal transformación de la conducta y revela su condición de absurdo, pues quien en realidad no lo posee puede vivir a sus expensas. Los personajes de estas narraciones del último cuarto del s. XIX se ven absolutamente condicionados por el dinero, ya que su posesión es la única posibilidad de un cambio de vida que, en realidad y por mucha liturgia religioso-capitalista a la que se recurra, nunca depende del mérito o de la virtud sino, como ellos y el autor saben, de la oportunidad, la suerte y la falta de escrúpulos.
   El sistema económico intenta, por su propia supervivencia, disimular estos absurdos del dinero como símbolo del capital, presentando como normalidad inexcusable y asumida cuestiones tan delirantes como el cambio de moneda, la fluctuación de los valores en bolsa, las obligaciones de deuda, el margen comercial... Suerte que somos conscientes de ello, ¿no?
   De todas formas, que las alegorías de Twain se parezcan tanto a la realidad de nuestras sociedades, condicionadas en cada trato, contrato o favor por el dinero y su posesión, compra, préstamo, venta o acumulación, no es para sentirse orgullosos, ¿verdad?



jueves, 25 de abril de 2013

El jornalero en la plaza

   No hace falta redundar en datos. Nadie consigue trabajo, otros aún lo están perdiendo y, lo que es peor, es casi imposible que ni unos ni otros trabajen (al menos legalmente) en mucho tiempo. 
   El resultado es más que trágico y visible. Probablemente a España (o Hespaña o Expaña, como prefieran) le esperan más de 10 años con un paro superior al 20%. Incluso más. Pongamos hasta el 2025, cuando ninguno de los que hayan estado tanto tiempo en paro tenga posibilidad de acceder a una pensión digna cuando envejezca porque: a) no cotizará nunca lo suficiente; b) no pudo ahorrar para un plan de pensiones. Da vértigo.
   Así que solo quiero recordar, para aquellos que crean que las soluciones aún están en cambios menores, reformas varias, leyes nuevas o ministerios audaces, que el problema es otro.
   Que la actividad más importante de una vida humana tenga que ser un trabajo remunerado es un axioma falso, delirante, pero inseparable de nuestro sistema socio-económico. El solo concepto del trabajo pagado como mercancía aterra, sobre todo de tan asumido.
   Aun aceptando este disparate, el trabajo nunca será igual entre la clase asalariada y la propietaria, llámenlos proletariado y burguesía o como quieran. Sus diferencias se perpetúan en el tiempo pues solo la clase que dirige tiene propiamente capacidad de decisión y siempre legislará en su propio beneficio.
   Y, por último, el "sistema de libre empresa" (aka capitalismo) necesita que haya paro. Desde los tiempos más remotos los patrones o sus capataces debían elegir a quién contratar y si había muchos dispuestos a trabajar y pocos jornales, pagarían menos, ergo los beneficios aumentarían.
   Es verdad que durante unos años se intentó controlar el paro para que el gasto en ayudas sociales no perjudicase a su vez a los propietarios. Pero ya no pasará. Saben que es imposible reducirlo sin cambiar el negocio y a eso se van a negar siempre. Para ahorrar en el control del paro solo hay otra opción: suprimir los gastos que una vez, hace mucho tiempo, hicieron pensar a quienes trabajaban que no estaban completamente a merced del dedo que los señalaba en la plaza, al amanecer, para ir al campo. El dedo que, sin saber por qué, unas pocas veces los escogía.

   Se imponen, pues, poemas de urgencia:

El jornalero espera
en la plaza como tú
ante las pantallas del
ordenador o el teléfono
que el mismo dedo
arbitrario lo salve
momentáneamente
de la indecencia
para mayor gloria
de los dueños 
del tinglado.

lunes, 1 de abril de 2013

Lo que quisiste ser

Estaban hundidos hasta el cuello en un pastel
del que jamás tendrían sino las migajas.
Georges Perec 
   Probablemente sea cierto, como afirma Leopoldo María Panero en El desencanto, que desplegamos en el otro los rasgos que detestamos de nosotros mismos. Es una vieja técnica de supervivencia, la del viejo refrán, que permite obviar las incongruencias, la falta de voluntad y los defectos propios, pues no se puede ser feliz con el remordimiento de haber traicionado lo que quisiste ser. Pero no siempre funciona. El olvido, en ocasiones, no puede con la conciencia del fracaso



   Y aún hay más: este sentimiento de desencanto, que Jaime Chávarri desarrolla en su película sobre un caso familiar concreto, puede ser también colectivo e, incluso, generacional
   Todos hemos oído hablar de las épocas históricas que, desde el punto de vista sesgado que nos mostraron, son ejemplo de ello: el fin de los imperios, el siglo XVII o, sobre todo, el periodo finisecular, a caballo entre el ochocientos y el novecientos. Curiosamente, se suelen considerar esas mismas épocas terribles como ejemplos de esplendor estético y artístico, edades "de oro". Como si el agotamiento de un paradigma fuera asociado siempre con el genio que, más o menos inconscientemente, permite que otros lo acaben por superar. Ellos, los epígonos de una estética en crisis, a quien después todo el mundo admira, pero cuya vida nadie querría haber tenido: Cervantes o Kafka.
   Sin embargo, no esperaba encontrar nada parecido en Las cosas (1965), la primera novela de Georges Perec. Además, resulta una expresión del desencanto completamente diferente a cualquiera que haya conocido. Es el de una generación que, para colmo, vive los "gloriosos" años 60 en un país occidental desarrollado, algo envidiable desde nuestro limitado imaginario pop. Me sorprendió, sobre todo, el que la novela discurriera a contracorriente en al menos dos sentidos: el histórico (o sociológico, si prefieren, ya que analiza su propia época) y el estético. Su mérito consiste en que ambos propósitos confluyen perfectamente, impresionando a cualquier lector atento con la historia más banal del mundo.
   En el primero de estos sentidos, el texto narra la vida absolutamente corriente de una pareja, Jerôme y Sylvie, que va descubriendo, capítulo a capítulo, que no van a poder tener la vida que quisieron (la casa, el trabajo, el dinero, los amigos, las películas, el tabaco, los libros, la comida: las cosas, en definitiva). De hecho, es tan banal que ni siquiera cuenta alguna anécdota de las que se acostumbra sobre su vida amorosa y nunca llega a relatar unos hechos suficientemente concretos.
   Vivían en París, en una de las ciudades más atractivas del mundo, en un apartamento de 35 m., pero "les habría gustado ser ricos" y, además, "creían que habrían sabido serlo". He aquí el problema, que el mundo les había educado para eso: 
"Eran «hombres nuevos», jóvenes técnicos que todavía no habían echado todos sus dientes, tecnócratas a medio camino del éxito. [...] Eran, por consiguiente, de su época. Estaban perfectamente en su papel. No eran, decían ellos, completamente víctimas. Sabían mantener sus distancias. Eran despreocupados o, por lo menos, intentaban serlo. Tenían humor. Estaban muy lejos de ser estúpidos. [...] Se sentían enamorados de su libertad. Les parecía que el mundo entero estaba hecho a su medida; vivían al ritmo exacto de su sed, y su exuberancia era inextinguible; su entusiasmo no conocía ya límites. Habían podido caminar, correr, bailar, cantar toda la noche. [...] Les parecía que todo era perfecto, [...], la expresión evidente, inmediata, de una felicidad inagotable".
    Sin embargo, "sabían [...] que todo esto era falso, que su libertad no era más que un señuelo". Descubren, entonces, el mecanismo perverso, el mito capitalista, que, por cierto, puede que se esté desmoronando justo ahora una vez más:
"En nuestro tiempo y en nuestros ambientes, cada vez hay más gente que no es ni rica ni pobre: sueñan con la riqueza y podrían enriquecerse, y de aquí nacen sus desgracias".
"A veces lo económico los devoraba por completo". 
   Pero la novela no narra la vida de esta pareja de una forma convencional. El primer rasgo que destaca es que los personajes apenas son individuos. La inmensa mayoría de los verbos están en tercera persona del plural, pues lo que hicieron o hacían normalmente era cosa de los dos o, incluso, de todo su grupo de amigos, pues todos "eran cinéfilos" o "de L'Express", frecuentaban los mismos lugares, compartían aficiones y dilemas. El resultado de esta manera de narrar la historia está íntimamente ligado con lo anterior: el lector obtiene un completo retrato de la generación que se iba a comer el mundo.
   Iba, porque ya se encarga el primer capítulo de provocar la inquietud del lector con una descripción en la que los verbos son condicionales y no porque el narrador dude, sino porque expresa (lo sabremos inmediatamente) los deseos inalcanzables de los protagonistas, la casa con la que sueñan, la vida que querrían tener: "todo sería marrón, ocre, leonado, amarillo".
   Al final de la primera parte, Jerôme y Sylvie tocan fondo:
"Y de esta especie de búsqueda desenfrenada de la felicidad, de esta sensación maravillosa de haber sabido casi, por un instante, entreverla, adivinarla, de este viaje extraordinario, de esta inmensa conquista inmóvil, de estos horizontes descubiertos, de estos placeres presentidos, de todo lo que había, acaso, de posible bajo este sueño imperfecto, de este impulso, aunque torpe y frenado, y sin embargo ya cargado, acaso, hasta el límite de lo indecible de emociones nuevas, de exigencias nuevas, no quedaba nada".
   En esto se basa la trampa: debe estar terriblemente cerca, sentir que el paraíso se toca con las manos. Pero hay aún una segunda parte sorprendentemente breve y un epílogo, pues semejante dilema tiene, sí, una solución. Después de pasar unos meses en Túnez, de "huir" literalmente en un último intento de lograr su sueño, regresan a Francia cansados "de esa búsqueda indecisa que no les había llevado a ninguna parte, que no les había enseñado nada". 
   Llegarán al final en unas páginas que narrarán su destino en un perfecto futuro, pues vuelve a cambiar el tiempo verbal para llevarlos a un destino inevitable que, como el de sus amigos, estaba marcado; será típico y, desde luego, "no será verdaderamente la fortuna" sino sus "migajas". Perec logra un efecto devastador de la manera más simple posible.


   Y, a pesar de la distancia, ¿cómo no sentirse identificado ahora con tantas incongruencias y contradicciones? ¿No nos suenan familiares palabras como estas: "las generaciones anteriores [...] habían logrado tener, sin duda, una conciencia más precisa a la vez de ellas mismas y del mundo en que vivían; [...] la tensión era demasiado fuerte en aquel mundo que prometía tanto y no daba nada?".
   Anda rondando nuestras cabezas la sospecha de que esta es una nueva época de desencanto, en la que varias generaciones jóvenes están tomando conciencia de que su mundo no será el que vivieron sus padres,  sino otro peor en el que prácticamente nadie que conozcan podrá lograr lo que pretendía. Para ellos (y nosotros) "el futuro es un país extraño", en el que pesará "lo que pudo haber sido y no fue".
   Es lógico que los sueños, como tales, nunca se realicen y que no se llegue a ser exactamente lo que uno imaginó. La realidad es obstinada y la sociedad, enrocada, suele decepcionar. Pero entre la simple nostalgia y el desencanto hay diferencia: al nostálgico le pueden la vejez, el tiempo; al desencantado, el fracaso, pues admite, como canta Silvio Rodríguez, que se nos "ha arruinado la canción".


martes, 5 de febrero de 2013

No muerdas la mano que te da de comer

Aunque parézcales a ustedes bobo
las ovejas votaron por el lobo.
(Atribuido a Guillermo Aguirre y Fierro)

   Hace un par de semanas que los medios de los grupos de comunicación más importantes de España empezaron a publicar filtraciones que delatan las prácticas ilegales del Partido Popular. Los dos, curiosamente: El Mundo y El País, que tan diferentes se habían esforzado por parecer. Incluso ha habido una secuela (de menor calibre, eso sí) en La Gaceta, que no quería ser menos. Es raro. Además, seguro que no parará aquí. 
   Y es más raro aún que todos los dedos apunten hacia el mismo sitio, señalen a Rajoy y sus fieles acólitos. ¿Y el resto? ¿Por qué ahora? ¿Qué ha hecho Rajoy que no hubiera hecho ya antes? 
   Para los chicos de La Gaceta está muy claro: no ha hecho una política de derechas y gente de su propio partido está descontenta. Para otros, Bárcenas se está vengando de que aquellos a los que cebó durante años no le hayan hecho un apaño judicial. Puede también que el PP se esté haciendo un 11-M, como dice Isaac Rosa; que haya otros esperando salir a la palestra saltando sobre el presidente de paja con o sin elecciones de por medio; o hasta que la conspiración alcance, no sé.., pongamos a la CIA, la TIA o yo qué sé.
   Toda una intriga palaciega, que, la verdad, no debería preocuparnos demasiado. Porque, llevamos mucho tiempo gritándolo, da igual quién esté en el puesto, pues solo hará lo que le digan los dueños de todo. Entonces, paremos un poco. ¿Cuál es el verdadero problema?
  Sí, vale, esta gente pasó toda la vida cobrando de más: hicieron viajecitos, fumaron puros caros, compraron coches y casas, montaron fiestas... El chascarrillo es fácil, desde luego. Que si mira qué ladrones son, cuánto se llevaban, chorizos, eso sí que era una extra... En este sentido Mariano el pusilánime es un personaje arruinado. Todo se sabrá antes o después, más bien después, cuando pueda pasar desapercibido o, dicho en el escandaloso lenguaje del derecho, cuando haya prescrito. Pero, ¿quién ponía el dinero? ¿de dónde salía? y, sobre todo ¿para qué servía?
   La situación es bochornosa. A los indicios claros de que la relación entre las grandes empresas y los políticos era demasiado amistosa se ha añadido por fin la prueba que faltaba: incluso pagaban sueldos que escamoteaban de sus propios impuestos. 
   Hasta ahora bastaba con saber que al retirarse, y pasados los dos años de rigor, cualquier político mediocre, a ser posible exministro, tenía asegurado un cargo con sueldazo en una empresa. Ya era evidente, de alguna manera, que ese puesto era un pago por los servicios prestados como gobernante a sus intereses privados, como lo es el de Felipe González, Aznar y tantos otros. También lo eran los préstamos de los bancos a los partidos, pues podían condonarse y olvidar los intereses, pero no el trato que se firmaba debajo de la mesa. 
   Sin embargo, era más complicado demostrar (aunque a veces parece tan flagrante) que en realidad todo esto no era más que un soborno sistemático. El capital, para seguir su carrera, necesita a veces saber que las reglas del juego van a coincidir misteriosamente con las que le vienen bien. Ellos, los preclaros gobernantes, que podían engañar a la gente diciendo que esa era la mejor manera de jugar, eran la clave. Así podían dirigir el país sin pasar por los apuros de estar todo el día en la tele, que eso cansa. Pues, dicho y hecho: han conseguido las leyes que querían; los han indultado, perdonado, rescatado...
   No hace falta más que verle la cara a Rajoy para comprobar que él no manda. Lo sospechábamos, pero no puede estar más claro. Se esfuerzan en negar que cobraron para no dimitir, pues podría suponerles una inhabilitación o una multa, la caída ante sus amigos, cierta vergüenza. Pero no se esfuerzan en absoluto en ocultar que los grandes capitalistas controlan los partidos políticos. Es sabido.
   Nada van a hacer para evitarlo. Ni un perro osa morder la mano de quien le da de comer. Ellos, tampoco. Hazte a la idea. Mientras estén ahí, sea quien sea, poco va a cambiar. Tal vez las fotos.


martes, 15 de enero de 2013

Lo que la ficción implica

Las mates no defraudan
(Claude García, protagonista)

   En un claro paralelismo con el Quijote, los protagonistas de En la casa, de François Ozon, pagan su fervor por la ficción con algún golpe muy real. Si en la novela don Quijote y Sancho reciben mamporros a diestro y siniestro, de nobles y de villanos, por creerse una historia y actuar como si esta fuese real, los personajes de la película recibirán un trato semejante, aunque mucho más sutil, en un par de escenas cerca del final. ¿Por qué? La razón, cuatrocientos años mediante, es la misma: la ficción no es inocua, como el propio Cervantes sabía.
   En una película donde la mayor parte de la acción es, si se me permite, puramente verbal, ¿cómo se justifica un puñetazo? ¿De dónde sale tanta tensión que, incluso, podría llamarse "suspense"? ¿Por qué unos adultos se dejan llevar, ansiosos, por el discurso de la novela en construcción de un chico de dieciséis años, vamos, pura palabrería ingeniosa? ¿Puede alguien llegar a creerse quien no es o modular su vida desde una invención? El asunto, desde luego, es complejo y su desarrollo, muy diferente a la opción que eligió Cervantes. Pero la conclusión es la misma y muy clara: dentro de la ficción se disfruta muchísimo; creérsela puede resultar fatal.
   El pretexto narrativo de En la casa, basada en la obra El chico de la última fila, de Juan Mayorga, es muy sencillo: un alumno sorprende a su profesor con unas redacciones muy talentosas sobre la vida de un compañero de clase y su familia y consigue implicarlo en ese relato que va redactando por episodios y que por momentos es tan creíble como irreal o tan cierto como ficticio. Lo que al principio es simplemente para el profesor una mezcla de ejercicio literario e interés morboso deriva en un auténtico work in progress, un puro experimento en el que es el narrador, Claude, quien va modificando (aparentemente) la realidad y transformando sobre la marcha las actitudes y reacciones de sus personajes.
   Entonces, la anodina historia de una familia de clase media (comercial, ama de casa e hijo torpe pero deportista) va tomando distintos carices, dirigida por el profesor Germain, que es quien aconseja al narrador qué postura debe tomar ante sus personajes y su trama. Lo apasionante es que poco a poco es el propio personaje del narrador y, para el espectador, el propio Claude "real", el que participa en la historia y la altera a su gusto desde dentro de la casa. Sí, los espectadores, llegado este punto, ya se han vuelto tan morbosos como el profesor y sienten la intriga generada por los atrevimientos de Claude, cuyo propósito es generar en la casa la misma situación que él querría contar después.
   El narrador (he ahí pues la metáfora) resulta ser un adolescente caprichoso que, a pesar de su fragilidad y aparente indefensión, logra controlar a sus dos únicos lectores, el profesor Germain y su mujer, que nunca serán los mismos después. Pero el poder de la ficción llega a todos, transforma también al propio autor, en este caso el desdoblado personaje de Claude, que, siendo en principio el responsable de la historia, no conseguirá de ella lo que pretendía.
   Nadie es dueño de su propia historia. Cervantes, de hecho, tropezó dos veces con ese peligro de la ficción. Cuando era joven creyó en los ideales de una época que solo había conocido por la literatura y que nunca existió tal como se la contaron. Quiso comportarse según decía su literatura y no recibió más que desaires y agravios, hasta como autor. Después, cuando encontró la idea para el Quijote quiso poder vengarse: ahora sería otro el que se equivocaría y no llevaría más que palos por sus ideas descabelladas. Pero volvió a caer en la trampa: tan sugerente le pareció el resultado que se rindió para que sus propios personajes tuvieran una vida distinta a la programada. Finalmente, don Quijote cumple el guion y muere, pero la voz de Cervantes ya está dividida: por un lado es el Quijote cuerdo y sensato, pero por otro es el Sancho que le sigue proponiendo, mientras agoniza, otra ficción más, pues su vida será mucho más interesante si se creen pastores.
   En la escena final de la película, los protagonistas, profesor y alumno, contemplan desde un banco el edificio de enfrente. Cada ventana es una posible historia que alguien puede adivinar.  Y a pesar de haber sido defraudados por la historia en la que ambos participaron, es Claude, el alumno, el que hace de Sancho y provoca otra vez la aparición del peligroso gusanillo de la ficción. ¿Qué pasará en las casas que ven desde ese banco?
   Quizá la ficción siempre ha sido y solo será la posibilidad morbosa de vivir otras vidas, las de los otros, como en la película que lleva precisamente ese título. Por mucho que queramos complicar el asunto quienes la estudiamos. Pero, ojo, las ficciones, por muy descabelladas que parezcan tienen consecuencias más reales de lo que uno se imagina.

(Trailer aquí; no permite insertar la imagen)


martes, 8 de enero de 2013

La fuga del tiempo, según Buzzati

   Si no existiera la mínima posibilidad de que unas palabras fueran capaces de expresar lo indecible no existiría la literatura. Perdería toda razón de ser. Porque se dedica precisamente a dar con aquellos pensamientos, que, a pesar de haberlos sentido, permanecen aparentemente intraducibles. Y, de repente, zas. De ningún otro sitio proviene la emoción que alguien puede sentir al leer estas dos páginas de El desierto de los tártaros:

   "Tendido en el camastro, fuera del halo de la lámpara de petróleo, mientras fantaseaba sobre su propia vida, a Giovanni Drogo lo asaltó repentinamente el sueño. Y mientras tanto, precisamente esa noche -oh, si lo hubiera sabido, quizá no habría sentido ganas de dormir-, precisamente esa noche comenzaba para él la irreparable fuga del tiempo.
   Hasta entonces había avanzado por la despreocupada edad de la primera juventud, un camino que de niño parece infinito, por el que los años discurren lentos y con paso ligero, de modo que nadie nota su marcha. Se camina plácidamente, mirando con curiosidad alrededor, no hay ninguna necesidad de apresurarse, nadie nos hostiga por detrás y nadie nos espera, también los compañeros avanzan sin aprensiones, parándose a menudo a bromear. Desde las casas, en las puertas, las personas mayores saludan benignas y hacen gestos indicando el horizonte con sonrisas de inteligencia; así el corazón empieza a latir con heroicos y tiernos deseos, se saborea la víspera de las cosas maravillosas que se esperan más adelante; aún no se ven, no, pero es seguro, absolutamente seguro, que un día llegaremos a ellas.
   ¿Queda aún mucho? No, basta con atravesar aquel río de allá al fondo, con franquear aquellas verdes colinas. ¿No habremos llegado ya, por casualidad? ¿No son quizá estos árboles, estos prados, esta blanca casa lo que buscábamos? Por unos instantes da la impresión de que sí y uno quisiera detenerse. Después se oye decir que delante es mejor y se reanuda sin pensar el camino.
   Así se continúa andando en medio de una espera confiada, los días son largos y tranquilos, el sol resplandece alto en el cielo y parece que nunca tiene ganas de caer hacia poniente.
   Pero a cierto punto, casi instintivamente, uno se vuelve hacia atrás y ve que una verja se ha atrancado a sus espaldas, cerrando la vía del retorno. Entonces se siente que algo ha cambiado, el sol ya no parece inmóvil, sino que se desplaza rápidamente, ¡ay!, casi no da tiempo de mirarlo y ya se precipita hacia el límite del horizonte; uno advierte que las nubes ya no se estancan en los golfos azules del cielo, sino que huyen superponiéndose unas a otras, tanta es su prisa; uno comprende que el tiempo pasa y que el camino un día tranquilo tendrá que acabar también. 
   Cierran a cierto punto a nuestras espaldas una pesada verja, la cierran con velocidad fulminante y no da tiempo de regresar. Pero Giovanni Drogo en ese momento dormía, ignorante, y sonreía en sueños como hacen los niños".

   ¿Dónde se perdió esta confianza? ¿Quién no ha oído el golpe frío de esa verja al cerrarse? Metafóricamente hablando, claro.
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