domingo, 23 de abril de 2017

Un país sin guerra; un mundo en ruinas

   Interior. Día. Una sala cualquiera de paredes blancas. En torno a una mesa se sientan una funcionaria de inmigración, un inmigrante sirio y un traductor. Solo hay un ordenador portátil bastante cutre y papeles sobre la mesa. Rostros serios, inmóviles.

   Cuando la funcionaria de inmigración del gobierno de Finlandia le pregunta a Khaled por qué ha decidido ir a su país y pedir asilo allí, él apenas responde: "es un país sin guerra". Quien haya visto alguna otra película de Aki Kaurismäki entenderá su estilo de diálogos lacónicos y secos, pero también su segunda intención. Sí, Khaled ha acabado llegando a Finlandia como podría acabar llegando a cualquier sitio, igual que ha atravesado media Europa: Grecia, Serbia, Hungría, Austria, Polonia... La historia de Khaled no es muy original, la verdad. Su situación desesperada, tampoco. El otro lado de la esperanza no pretende serlo.
   La película, a partir de esa historia, no por poco original menos dolorosa, se dedica a desmontar el mito de la Europa paradisíaca y acogedora, que tras la catarsis Segunda Guerra Mundial se había comprometido a ser el oasis de paz y prosperidad del mundo, donde cualquiera pudiera vivir en igualdad. De ahí la ironía de las palabras de Khaled y el terrible contraste del trato que sufre frente al patrón deseado. Lo quieren deportar. Lo atacan unos fascistas ridículos con bombers que se hacen llamar "ejército de liberación de Finlandia" ¡en inglés! Y no es la primera vez que le ocurre. Lo separan de su hermana, la única superviviente de su familia. Especialmente terrible es la escena en la cocina del centro de acogida, en la que Khaled y otras inmigrantes ven en los informativos de la televisión las consecuencias de los bombardeos sobre Alepo la noche antes de que sea deportado porque la situación en su ciudad habría "mejorado" según las autoridades.
   Finlandia y, por extensión, Europa, es efectivamente un país sin guerra, pero nada idílico sino más bien cutre, oscuro y cínico. Tanto, que ni siquiera los finlandeses están contentos en él, como demuestra la segunda trama de la historia, en la que Wikström se va de casa y abandona su trabajo de comercial de camisas para intentar cambiar totalmente de vida. Los dos protagonistas de la película, como tantos de Kaurismäki, andan, pues, a la deriva. Y en esa deriva poco importa si uno tiene papeles o no, su religión o su idioma. Todos somos iguales, ¿no?
   Ni la historia de Khaled ni la de Wikström parecen buenos mimbres para una comedia, pero, sin embargo, la película esquiva constantemente los límites del drama. ¿Por qué? Esto ocurre muchas veces en el cine de Kaurismäki: los personajes están desesperados, pero, de repente, encuentran a alguien que los entiende. No es un familiar ni un semejante ni, en este caso, un compatriota. Las películas de Kaurismäki están llenas de desconocidos que entienden a los demás, los compadecen e incluso están dispuestos a compartir algo, a ayudarse. Ocurre en Luces al atardecer, en Contraté un asesino a sueldo, Nubes pasajeras, El hombre sin pasado, Le Havre...
   Gente que se encuentra y se comprende. A veces sin hablar (o casi). ¿Por qué? No hay motivos religiosos ni místicos ni reflexiones filosóficas o morales tortuosas. No hacen falta. Si miras al otro un momento, ya sabes. Pero hay que mirar. Y Wikström ayuda a Khaled, igual que su compañero iraquí del centro de acogida o los excéntricos colegas que también trabajan en el delirante nuevo restaurante de Wikström. Incluso, en un alarde de dignidad que en otro contexto se tendría por heroico, un camionero clave para reunir a Khaled con su hermana, a la que lleva buscando meses, asegura que por un trabajo así no piensa cobrar, aunque se salte la ley para levarlo a cabo. Pero no es un héroe, es solo una buena persona.


   Sucede que a veces el payaso tiene que ponerse serio, tal vez porque intuye que así le pueden hacer más caso. Y eso parece que ha pretendido Kaurismäki por una vez. Sin pretensiones y utilizando sus mejores armas, la sonrisa, su estética hierática y los decorados cutres de siempre, ha armado una comedia bien seria. Porque, según él mismo confiesa en esta entrevista, está suficientemente cabreado por lo que ocurre. Tanto como para decir cosas como esta:
No veo otra solución para salir de este pozo de miseria que matar a esa minoría que posee toda la riqueza del mundo. Hay que exterminarlos, a los ricos y a los políticos que les lamen el culo. Ellos nos han llevado a esta situación en la que los valores humanitarios no valen nada. Si no lo hacemos, nos matarán ellos a nosotros.
   Algo pasa cuando es el payaso el más lúcido de la tribu y el que entiende que debe tomarse las cosas en serio. ¿Dónde están los intelectuales y los artistas cuando se los necesita?
   Así que aquí está la película nacida de la indefensión de quien ve que el mundo continúa siendo soberanamente injusto mientras nadie se atreve a ser bueno. El resultado es una comedia porque, está claro, "la tragedia nuestra no es tragedia". Una comedia con tono de fábula, una historia sencilla y conmovedora que, sin embargo, deja varias enseñanzas perturbadoras sobre nuestro mundo en ruinas: solo los pobres, los desgraciados, se ayudan entre sí y solo las actuaciones individuales tienen categoría humana, mientras los estados y sus gobiernos son incapaces. Tanto esta película como Le Havre, que también trata la inmigración a Europa, muestran cómo en muchas ocasiones la ley y la autoridad están equivocadas. Y solo los personajes más insignificantes, como nosotros, pueden revertir esta injusticia.
   Aquí reside la esperanza, en esta orilla, lo que no deja de ser, reconozcámoslo, una conclusión desoladora.
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