martes, 27 de diciembre de 2016

El escritor, la imaginación y el premio

Lo puramente imaginario no existe,
Albert Camus

1

    ¿Y si el sueño se hiciera realidad? Cualquier escritor o escritora, por mediocre que sea, habrá soñado alguna vez que lo reconozcan por su nombre y que le den un premio, tal vez el mayor posible. Ya veo que no os lanzáis a tirar piedras. Pecados de adolescencia, supongo. El caso es... ¿de dónde viene un escritor?; ¿cómo se hace? Pero también ¿de dónde salen sus obras?; ¿y las ideas?; ¿cuál es “la parte inventada”? ¿En la literatura se imagina, se copia, se exagera, se traslada o se imita?
    Estas preguntas articulan la película El ciudadano ilustre, que representa el viaje de un reciente y, por supuesto, aclamado premio Nobel de Literatura al pueblo miserable y recóndito de la provincia de Buenos Aires donde nació y vivió hasta los veinte años: Salas. Algo que podría sonar idílico, pero que no lo resultará. Ese viaje, núcleo de la película, aparece enmarcado entre un prólogo en el que el protagonista, incapaz de crear varios años después del premio, siente el impulso de volver a sus orígenes, y un epílogo en el que presenta su nueva novela como el relato del viaje que él mismo supuestamente ha realizado.
    Esa es la clave. ¿Supuestamente? Sí, porque, a pesar de una puesta en escena realista y simple su interpretación es confusa: ¿fue verdaderamente al pueblo?; ¿soñó el viaje?; ¿lo inventó?; ¿lo exageró? Las imágenes que hemos visto ¿son su viaje real, su sueño o su nueva novela (con todo lo que la ficción implica)? En todo caso, un reto complicado en la idea, pero llevado al guión y la imagen de la forma más sencilla y efectiva.

2

    El ciudadano ilustre comienza con una ocurrencia más que meritoria: simular la escena en la que se concede por primera vez el premio Nobel de Literatura a un argentino. Un momento comparable a la aparición del lehendakari negro en Airbag. Ahí está toda la ironía de la nación que siempre se creyó más culta de toda Latinoamérica tomándose en broma sus propias frustraciones de civilización europeísta y occidentalizadora. Solo por esa idea la película vale la pena.
    Pero ¿quién es ese primer argentino, un tal Daniel Mantovani, ganador de semejante honra? La película nos lo presenta como un estereotipo del intelectual latinoamericano (y argentino) emigrado a Europa que ha conseguido éxito con sus novelas (o sus artículos, sus clases, sus conferencias, sus colaboraciones...) y mantiene una pose descreída del mundo, incluso después de haberse hecho millonario y famoso (o por eso mismo). Tan famoso que en su propio pueblo, tras treinta y tantos años sin saber de él, lo invitan a representar su papel de prócer y recibir los halagos y parabienes dignos de su categoría. Así que decide aceptar.
    A partir de ahí la historia se hace deliciosamente ambigua. Por un lado, el protagonista sufre una terrible cura de humildad. Todo lo que encuentra en su pueblo es exactamente tan zafio, hortera e ignorante como ya sabía, aunque tal vez no lo esperara. Precisamente las escenas mantienen un calculado equilibrio entre el desprecio y el encomio, el ridículo y la ternura. Casi hasta el final.

El prócer entre los bárbaros

    Por otro lado, él mismo sabe que todo lo que ha conseguido crear no es más que la versión corregida, aumentada y efectista de lo que conoció en ese mismo pueblo durante veinte años, justo cuando se fue para no volver... hasta ahora. No ha sido más que el civilizado que cuenta la historia del bárbaro, el intelectual que desde su atalaya cree interpretar mejor que nadie el significado de los actos de los demás, de la vida de todos. ¿Tenía razón?
    Por eso los brutos se rebelan contra su prócer. Llegan a abuchearlo, tirarle huevos, insultarlo... Se dan cuenta de que el prócer nunca dio una imagen positiva del pueblo, aunque fuera falsa. Tal vez todo el mundo necesite alguna vez imaginarse mejor de lo que es para aspirar a serlo y las novelas de Mantovani no hacían más que redundar en su desgracia.
    No hay nada deslumbrante en esta película. Seguramente porque no debe haberlo. El guión juega delicadamente con el estatus de la ficción pero, curiosamente para una película, a partir de la literatura, no del cine. La metaficción es la de la película con respecto a la novela que nunca vamos a leer. En este juego todas las escenas resultan tan escuetas como sugerentes, pues están sucediendo a la vez en varios planos: el mundo de la literatura, la vida del escritor-protagonista, su última novela y su imaginación. Este irónico viaje a los orígenes puede interpretarse en estos cuatro planos o mezclarlos como uno quiera. No me digáis que no es interesante.

3

    Entonces, ¿cómo funciona la imaginación? Aunque a menudo se la relaciona demasiado con la fantasía, imaginar, igual que en el caso de la película, no supone inventar mundos fantásticos, seres, objetos ni palabras mágicas; ni siquiera simular el pasado o el futuro. La ficción se crea a partir de lo vivido y observado. Nada surge de la nada. La imaginación, en el fondo, no es más que la capacidad de figurarse situaciones y de creerse otros. Así que todo eso suele suceder muy cerca de quien escribe la historia. 
   De hecho, los únicos relatos de ciencia-ficción o fantasía interesantes son los que revelan su relación con lo ya existente. Porque la imaginación más perturbadora no es la más exuberante, sino la que introduce en nuestra propia realidad monstruos posibles. Y, creedme, estos sí que acojonan.
    De esto trata precisamente Guardar las formas, el libro de relatos publicado hace meses por Alberto Olmos, de quien ya había hablado aquí. Todo pasa cerca de ti, escritor, lector, por inquietante que sea. Lo único necesario para contarlo es encontrar una voz que lo haga. Una voz imaginada, claro. Y en un libro de relatos con un requisito esencial: una para cada historia. De ahí su riqueza literaria y su posible torpeza también. Su riesgo.



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   El libro está compuesto de situaciones inquietantes pero muy corrientes: alguien que se queda sin llave para abrir la puerta de casa, una cinta de vídeo sin rebobinar, manuscritos guardados sin publicar, llamadas en las que no se dice una sola palabra, botellas que no están donde deberían, vecinos que dicen que han ganado la lotería, la manía de observar ventanas desde la calle, una niña asustada por un perro... Vamos, que a priori no llaman la atención. ¿Cómo lo consiguen? ¿Cómo se transforman en historias?
   Pues siguiendo dos sencillos pasos:
  1.  Añadir a cada situación un elemento que resulte perturbador: la puerta que no se abre está cerrada por fuera y no es la de tu casa, los manuscritos son de tu padre muerto, quien deja la cinta sin rebobinar es el novio de tu hermana, la niña asustada es tu hija, a quien Adela no habla es a su madre.
  2. Elegir el punto de vista y el narrador adecuados para que la historia vaya avanzando al ritmo pretendido y su misterio no se desvele antes de tiempo o, precisamente, para que todo quede sugerido u obligar al lector a situarse donde se siente incómodo, del lado del criminal, por ejemplo. Así, el que envidia a los agraciados del sorteo, el amante encerrado, el hermano discapacitado, el hijo del escritor inédito o tú mismo, viajero morboso, son las voces de estos cuentos.
    Inventarse el narrador es el trabajo más difícil para cualquiera que escriba. Quien lo probó lo sabe. Solo hay una forma "perfecta" para cada historia tal y como el inventor la ha concebido y todo depende de esa voz. Ahí está el misterio de la ficción y de la literatura en general. Si este paso no sale bien, todo se va al traste, nadie se pondrá (literalmente) en situación y el relato será un fracaso o algo completamente insulso, que es lo mismo.
   El propio Alberto Olmos ha insistido varias veces, también hablando del último Nobel, precisamente, que para ser escritor hay que currárselo. Hay que inventar, imaginar, crear algo. No es algo que pase en veinte minutos. Olmos reivindica a los escritores profesionales porque cree que la literatura no es la misma si pasa de profesión a ocio.
   Esta discusión da para otra entrada. Pero lo que interesa ahora son los relatos de Guardar las formas. Un ejemplo perfecto de cómo se crean las historias, por modestas que parezcan. Y de cómo pueden jugar con el miedo, el resentimiento, la envidia, el amor, la nostalgia o la locura hasta que el golpe te alcanza, el crimen sucede o la historia estalla. Y es bastante duro a veces. Valgan para ello "VHS", "Por dentro", "768.786 euros" o "Tantas veces criminal". Leedlos.

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   En las novelas la imaginación está aún más restringida. En ellas es mucho más difícil sostener la ilusión de un mundo fantástico. Por ello tal vez las mejores estén tan apegadas al suelo, al escenario reconocible y habitual de las vidas que comprendemos.
    El realismo, visto así, sería como el grado cero de la imaginación. Y nada más realista que la historia de un barrio de tu ciudad, de personajes cercanos y situaciones contemporáneas. Este es el punto de partida de Lainmensa minoría, de Miguel Ángel Ortiz: adolescentes de la Zona Franca de Barcelona durante el 2010 y 2011. ¿Será que en ella no hay imaginación?
    Jugadores de fútbol que nunca llegarán a profesionales, alquileres, hipotecas, separaciones, trapicheo, mercadillos, asignaturas suspensas, líos y noviazgos, calles feas, veranos bochornosos, Extremoduro, trabajos mal pagados, casi miserables, desahucios... Es decir, la vida de la inmensa mayoría de jóvenes que no suele salir en las novelas.
   Así que el propósito está claro: no será épica, pero la historia de estos chicos (y de tantos otros) merecerá la atención de alguien, al menos de Miguel Ángel y sus lectores, igual que Mark Twain y Dickens hicieron con sus chavales cuando la literatura se ocupaba, también, de otras cosas. Puede sonar ingenuo y hasta decimonónico, en efecto, aunque no es algo que el cine no siga intentando algunas veces (si leéis esto, futuros directores, ya podéis ir comprando los derechos).

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   Debe haber algún truco: inventar una historia que precisamente es la misma que podía haberle ocurrido a cualquiera. ¿Para qué? ¿Imaginar los detalles de la vida de cuatro amigos entre los quince y los dieciséis? ¿Lo que hacen en el instituto, en la calle, en el parque, en el bar de la esquina? ¿Sus conversaciones, partidos, discusiones y preocupaciones? ¿Dónde está su interés?
   La respuesta es sencilla: M.A. Ortiz no quiere que se pase de largo. Estos años duros tienen su historia y el Retaco, el Chusmari, el Peludo, el Pista, Laia, Mari Luz y hasta el Legis son parte de ella, aunque los haya inventado. La historia de un país hundido es también la de unos chavales intentando mantenerse a flote. Qué ironía. Como ganar por primera vez un Mundial en semejantes circunstancias.
   El Retaco cuenta su vida sin pretensiones. Vemos lo que pasa en su barrio, a sus amigos, a él. No es una historia bonita ni espectacular. No puede serlo. Y, sin embargo, vale lo que toda una vida metida en cuatrocientas páginas. Eso es, en el fondo, una novela. Se pongan como se pongan.
    El "truco" nos lo explica Camus: el artista, ante la realidad, siempre muestra "un mínimo de interpretación y arbitrariedad", la transforma con su lenguaje y redistribuyendo sus elementos; es ese "estilo" el que "da al universo recreado su unidad y sus límites" (El hombre rebelde. Rebeldía y arte).
  O sea, que siempre damos nuestra versión del mundo sin podernos librar de él. Hasta cuando nos creemos otros y nos imaginamos una vida distinta, un relato alternativo. La ficción es la eterna expresión de esta paradoja. Bendita sea. O como dice el Retaco:
Las letras del Robe eran únicas porque hablaban de lo que él llevaba dentro. De lo bueno y de lo malo. Contaban su historia. Porque todos somos las historias que podemos contar, y solo podemos contar las que tenemos dentro. La nuestra hablaba del barrio porque nos habíamos criado en sus aceras.


domingo, 4 de diciembre de 2016

El peor periodista; el mejor escritor

Hay hasta una máquina de ideas, el Plot Robot
o cerebro automático [...] Adquiriendo 
este cerebro automático yo podría, si quisiera,
inundar con mis creaciones [...] todo el 
mercado periodístico e hispanoamericano; 
pero me asusta la perspectiva de dejar sin pan
a las familias de mis compañeros. 

   Hay lecturas, sigue habiéndolas, que te llevan a un lugar imprevisible. Tal vez por eso continúo atrapado en el modelo analógico, sobre todo para aquellas que pasan de cinco páginas. Seguramente siga tontamente enamorado de estos tropezones con un libro que resultan inexplicables para cualquier algoritmo. 
   Cuando uno navega por una estantería tiene encuentros inesperados: hojea algunos libros, los desdeña, continúa buscando y de repente encuentra la pareja perfecta para ese baile. Repito, de forma matemática e informáticamente inexplicable: a veces buscabas algo breve y acabas con un novelón, pretendías leer ficción y acabas con un ensayo, das con un buen poema y te llevas el libro... sí, incluso eso, te lo llevas a la cama.
   Seré pesado, pero esto no me ha ocurrido buscando en la red, donde difícilmente perviven el simple, tirano y caótico orden alfabético de las bibliotecas o el desorden metódico de la librería de casa.
   Así di hace diez días con el único libro de Julio Camba que tengo, La ciudad automática, salvado de un escrutinio que ríete tú del capítulo VI del Quijote y que ya contaré otro día. Bien poco sabía del autor, aunque al vivir a 25 km. de su pueblo natal estaba claro que tenía alguna idea vaga. Pues bien, pasó lo que suele ocurrir en estas raras ocasiones: empecé a leer y no pude parar... hasta acostarme con él.
   A un tipo pervertido como yo le resulta inevitablemente atractivo seguir la mirada de un señor de Vilanova de Arousa que se había convertido en el periodista mejor pagado de su tiempo y que vagabundeaba por Nueva York como Pedro por su casa en época de la II República. Esa época fascinante de entreguerras: de crisis, jazz, huelgas, máquinas, rascacielos, gangsters, ley seca...
   En medio de aquel torbellino andaba tranquilamente Julio Camba después de haberse recorrido medio mundo, de Argentina a Berlín, de Londres a Turquía. Durante esos mismos años turbios que eran los de desclasados como mi querido Joseph Roth: los de los emigrantes irlandeses, eslavos, españoles, italianos...; de los estados que se hundían o creaban de un día para otro; del descrédito de la política (que tanto nos suena). Y este señor ya madurito, de unos cincuenta años, paseando por allí. Esta es la pinta de cosmopaleto que tendría unos años después:


  A priori Camba no es un tipo con el que uno pueda congeniar fácilmente ni en lo político ni en lo ético. Fue más que nada un oportunista que se iba haciendo más pragmático y descreído según se hacía mayor y disponía de más dinero, tanto como para vivir en el Palace. La verdad es que le fue muy bien, pasando de anarquista alborotador a colaborador conformista. 
   Me resulta mucho más sencillo identificarme con otra gente de su generación, como el humanismo conmovedor de Castelao, por ejemplo. Pero no vas a restringir tus lecturas a los tipos que te caen bien, ya que por una u otra razón siempre tendrías que enfadarte con alguien. Considerando, además, toda la arbitrariedad del prejuicio sobre la figura de un autor que no conociste en persona.
   Así que, pese a tus reservas, te pones a leer a Camba y entiendes perfectamente por qué en su época resultó un escritor excepcional. Con una seguridad pasmosa se larga a contar sus propias anécdotas y a lanzar juicios categóricos sin pararse a pensar ni estudiar demasiado. Para qué, si su espíritu es el del diletante, que se entusiasma y aburre súbitamente.  Aunque, todo sea dicho, en este libro hay bastante entusiasmo por la sociedad estadounidense y pasión por sus incongruencias, que, con respecto a Europa, se parecen tanto a las del propio escritor.
   Partiendo de lo obvio ("si las gentes no pudieran arruinarse aquí de la noche a la mañana, tampoco podrían enriquecerse de la mañana a la noche") llega a la observación irónica ("en España [...] si se arruinase alguien [...] tendríamos que esperar hasta que se le rayara el traje y se le torciesen los tacones" para enterarnos). Suelta de improviso el juicio ramplón y generalizador ("si la democracia universal espera alguna aportación del pueblo americano, que no espere una aportación política ni filosófica, sino una aportación mecánica"), pero con una gracia irresistible: "No es que los americanos no sepan cocinar. Es que no quieren hacerlo".
   Se reparten por el libro análisis descuidados pero inteligentes, sobre todo de las diferencias entre EEUU y Europa, como cuando afirma que Europa es analítica y América sintética o que la geografía europea es incomprensible para los americanos porque ellos han creado un país uniforme en un territorio gigantesco. También aparecen intencionadas boutades, como cuando elogia el vino casero que elaboran los ciudadanos de Nueva York frente a las bodegas europeas porque "la química ha desnaturalizado su jugo" o  cuando compara comunismo y capitalismo como modelos similares que conducen a la masificación y estandarización del individuo o cuando habla de la publicidad y la literatura comercial como el espíritu de la época o "la aportación inconfundible del pueblo americano a la literatura universal". Y, sin embargo, es tan agudo como para añadir un par de líneas después que Joyce y el resto de modernist "representan más bien el fin de una época que el principio de otra".
   Todo esto mientras aparecen por sus páginas las calles, los teatros, los barrios y los tipos, la mínima exigencia del cronista y, a ser posible, con el justo toque castizo:
Los cabarets del Broadway, con sus músicas y sus bailes de inspiración evidentemente negra, parecen un anuncio de los cabarets de Harlem. En ellos el irse animando es como si dijéramos ir sintiéndose negro, y hacia la una o dos de la madrugada todo el mundo se siente, por lo menos, cuarterón. Es la hora de Harlem. La hora en que los negros más monstruosos estrechan entre sus brazos a las más áureas anglosajonas. La hora en que el alto profesorado, tipo Wilson, se pone a bailar la rumba con la servidumbre femenina de color. Una vueltecita por Harlem a esa hora le ilustra a uno más que veinte volúmenes sobre la cuestión negra en América.

   Sin duda, las columnas de Camba debían ser en su época los mejores textos del periódico. Resulta un columnista perfecto porque no dice, en el fondo, nada más que lo que se le ocurre. Un charlatán exquisito. Divertido, incorrecto y, de alguna manera, paradójicamente sorprendente a pesar de mantener una pose, en el fondo, previsible. Aquí lo explica perfectamente José Antonio Montano.
   Eso sí, a estas alturas del s. XXI no busquéis en él al periodista que os desvele los entresijos de aquella época (por mucho que un premio nacional de periodismo lleve su nombre). Entonces no entenderéis nada. Camba era muy curioso, pero poco impertinente y, realmente, carecía del interés necesario para ser periodista. Nunca descubrió o investigó nada, sino que entretuvo a un montón de lectores con supremas y deliciosas banalidades que aparentaban sacar jugo a la actualidad. Él, desde luego, lo sabía. Lo que no le impidió pasar unos meses divertidísimos en Nueva York, captando al azar retazos de su carácter. Ahí está: la metrópoli art-decó en las palabras de un señor de Vilanova. El lector no solo disfruta de obras maestras.

"Nueva York es, en mi concepto, una ciudad romántica, no a pesar de su brutalidad y de su codicia, sino por ellas precisamente".


sábado, 26 de noviembre de 2016

En contra de nadie; a favor de todos

1
 
   Sabes que eres de un equipo cuando celebras su victoria aunque sea injusta. A veces, incluso, hasta te crea un poco de mala conciencia que se olvida según la necesidad de los puntos en juego. Es que la conciencia, en estos casos, se permite su dosis de arbitrariedad, de irracionalidad. Igual que a la hora de enamorarse, cantar una canción, llorar en el cine o leer un poema. Está bien. No importa.
   Lo que resulta inadmisible, al menos desde el punto de vista filosófico, es que el fanatismo o el relativismo del gusto se extiendan a cualquier actividad. Así, hay quien solo cree a los suyos por ser de su partido, su camiseta, su forma de vestir. Es más, los sigue con fervor, los idolatra.
   Y no hay cosa más estúpidamente adolescente que la idolatría. Todos fuimos sus practicantes en mayor o menor medida, pero no se pueden perpetuar comportamientos de este tipo. Y hoy, especialmente, me parece que estamos lejísimos de la madurez.

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   No es necesario sentir compasión por la muerte de todo el mundo, pero alegrarse... Lo que sí hace falta es desarrollar comportamientos mucho más valiosos, como la crítica y el razonamiento. Podemos discutir, y mucho, sobre las decisiones de un señor que hasta ayer se llamaba Fidel Castro, pero basta ya de brindis y panegíricos. ¿De verdad somos tan simples? ¿No hemos aprendido nada?
   Parece, entonces, que a los demás debieran importarles nuestras infalibles opiniones sobre gente a la que nunca conocimos. ¿No tenemos otra cosa mejor de la que hablar?
   Si todo vamos a medirlo en followers y haters, más vale que mandemos a la mierda a la civilización. El mundo, ya lo dijo Galdós, está desarreglado, pero desde hace cien años bien se podía suponer un pequeño avance, aunque solo fuera en los términos de la discusión. Pues no, lo que resulta es que ya no hay ni discusión ni términos. Bonito panorama. 

3
 
   La historia de la Revolución cubana o de su Partido Comunista deberá medirse en términos de justicia y según categorías éticas de su tiempo. Sabemos, eso sí, su resultado: este fracaso muy a la larga, de más de 50 años, que siempre ha supuesto el espejo donde el mundo capitalista se ha querido mirar para resaltar sus arrugas. 
   No se puede negar que Cuba es una sociedad mucho más igualitaria que el resto de América (aunque cada vez menos) y suficientemente atendida por los servicios sociales; que no sostiene su nivel de vida sobre la explotación de otros; que ha intentado mantener estoicamente una economía no especulativa contra el criterio de casi todo el mundo, aunque esté haciendo agua. Pero también que es pobre y cada infraestructura o mecanismo costoso ha sido fruto de donaciones, favores poco edificantes o concesiones vergonzantes a esa misma especulación. No se puede ignorar que el sistema ha sido absurdamente cerrado a la discusión o la crítica y que ha tomado represalias que en nada honran los principios de cualquier ideología socialista; que ha mantenido un discurso totalmente alejado de la realidad; que la participación política, incluso a nivel local, ha resultado una farsa; o que ahora es el país del trapicheo y la economía sumergida, donde cada uno se busca las habas como puede, aunque no sea legal. Podéis comprobarlo en películas recientes como estas: Conducta y Esteban. Yo lo he visto.
   Vamos, que la vida allí no es nada fácil y ha obligado durante décadas a los cubanos a mantenerse sobre el filo de una navaja: irse o quedarse, callarse o insistir, cumplir o arriesgarse. Y, en esa tesitura, no ha sido una vida justa. Es posible, sin embargo, que debamos agradecerles el intento de hacer las cosas de otra manera, por mucho que no haya salido mejor que aquí, aunque sí bastante mejor que a sus vecinos de isla.

 y 4

   Pero su historia no es la de Fidel ni la de Raúl ni la del Che, igual que la independencia de 1898 no fue cosa de Martí. Que tuvieran mayor o menor responsabilidad no debería suponer una identificación tan simple. Y que los propios comunistas no renieguen de ella nos da el nivel de su propio comunismo, el mismo que tuvo el arcaico argumentario del propio Fidel.
   El culto a la persona ha llegado a tales niveles que parecemos habernos olvidado de que somos un colectivo. ¡Qué fácil atribuir toda la historia del mundo a una docena de personajes! Como si el resto no hubiera tenido que ver. No quiero ponerme trascendente, pero estamos resultando completamente patéticos. No sé cuál es el porcentaje de culpa de los historiadores, de los periodistas, de los políticos, de los profesores, de los filósofos, de los artistas o de cada hijo de vecino, pero así no hay manera.
   Somos responsables de cada cosa que hacemos o decimos. Y tenemos la obligación moral de pensar cómo hacer mejor la vida de todos. Son unos principios muy básicos que nos estamos saltando sistemáticamente. Y no son fáciles de cumplir porque exigen, sí, razonamiento y autocrítica. Todo lo demás conduce al fracaso que estamos contemplando y que no es, ni mucho menos, el de Cuba. 
   Más allá de este individualismo idiota, en el que hasta los partidos de fútbol los gana un solo jugador, habrá que empezar a plantearse las cosas en serio. A partir de ahí, podemos discutir.

jueves, 27 de octubre de 2016

Profes ridículos y políticos cínicos

1
 
   Este curso voy a tener el dudosísimo honor de organizar por primera vez las pruebas finales de ESO y Bachillerato. Es lo que le toca a cualquier jefe de estudios de instituto que se precie. Puede considerarse un marrón, sí, pero no es eso lo que más me preocupa. 
   Esta semana se convocó una huelga en educación secundada por organizaciones de estudiantes y federaciones de asociaciones familiares. Su objeto principal era precisamente combatir la implantación de las pruebas finales, conocidas como "reválidas" por parecerse tanto al método de examen anterior a la Ley de 1970. Algunos profesores se unieron en unas cuantas comunidades autónomas, en general con poco éxito. En Andalucía, la huelga de profesores fue boicoteada por los sindicatos conniventes con el gobierno regional. En Galicia, por supuesto, no hubo. ¿Para qué?
   La huelga fue ayer. En mi instituto tuvo un seguimiento del 93% (de estudiantes, claro), aunque la Consellería no dio cifras ni hizo ninguna alusión en su web. Sí aparecieron en la prensa, aunque a Román Rodríguez no creo que le gustara. En otros lugares el seguimiento fue similar y con manifestaciones importantes. Pero aún voy más allá.

2

   No me lo podía creer, me frotaba los ojos, pero cuando llegué a casa esta tarde el notición rebotaba por todas partes, de TVE a Antena 3, pasando por La Sexta y Telecinco... ¡Rajoy había hecho su primer gesto! ¡¡¡Había suspendido las reválidas!!! El corazón se me aceleró... hasta que me di cuenta de que el gobierno, el PSOE, Ciudadanos y todas las televisiones estaban ofreciendo información manipulada. Seré yo el único idiota del país, pero he leído el Real Decreto 310/2016 de 29 de julio, de hecho me pagan por ello, y en su Disposición final primera dice tal que así:
Disposición final primera. Calendario de implantación.
1. La evaluación final de Educación Secundaria Obligatoria se implantará en el curso escolar 2016-2017. La evaluación final de Educación Secundaria Obligatoria correspondiente a la convocatoria que se realice en el año 2017 no tendrá efectos académicos. En ese curso escolar sólo se realizará una única convocatoria.
2. La evaluación final de Bachillerato se implantará en el curso escolar 2016-2017. La evaluación final de Bachillerato correspondiente a las dos convocatorias que se realicen en el año 2017 únicamente se tendrá en cuenta para el acceso a la  Universidad, pero su superación no será necesaria para obtener el título de Bachiller.
   No había visto tal ejercicio de cinismo en mucho tiempo, una búsqueda tan ratera y oportunista de la noticia inexistente, de la publicidad institucional solapada. Qué vergüenza. Y ahí sigue publicado...

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   Así que he ido sacando conclusiones:

   La primera y principal es que el PP se ha salido con la suya y, con ellos, quienes están detrás del modelo educativo de la LOMCE, que en España son principalmente las empresas interesadas en la educación privada y concertada. La ley está en vigor desde 2013, ya está implantada en todos los cursos y todas las enseñanzas y el único detalle que falta, la guinda, son las pruebas de evaluación final que tendrán lugar por primera vez en junio de 2017. Ya lo veréis. Por mucho que sirvan solo como prueba piloto. 
   En junio el daño principal ya estará hecho y la sociedad en general y la comunidad educativa en particular habrán asumido que no pasa nada, que no es para tanto. Y adelante. Y si no, al tiempo. 
   Segunda conclusión: los profesores hemos hecho el ridículo. No solo por no haber secundado esta huelga o habernos planteado otras movilizaciones más serias (solo en Madrid se plantó cara a los recortes y ya sabemos cómo se desmontó su huelga). Hemos hecho el ridículo porque hemos delegado flagrantemente en otros y dejado de preocuparnos por las razones de nuestro trabajo. 
   Llevo meses, incluso un par de años escuchando que la ley no significa nada que ya nos la cambiarán cuando lleguen "los otros", que para qué andar tocando nada. Confiando en el ángel de la democracia representativa. Pero los otros han llegado y son los mismos y no piensan cambiarla porque, creedme, esta ley es una de las más importantes para el partido y su entorno ideológico. Porque solo la LOGSE había supuesto un cambio ideológico semejante en educación, solo que en sentido contrario: hacia la adaptación, la integración... Todo lo que esta ley pervierte y destruye para fomentar... el emprendimiento. Madre mía. Ante eso hicimos huelga, no sé, como tres o cuatro días en tres años. Bien. Y ya.
   La mirada de los profes se ha quedado muy corta. Todo el mundo se preocupa por una guardia a última hora de la mañana, ¿pero quién por la desaparecida diversificación curricular, por la opción de matemáticas en 3º o por los dos tipos de prueba final en 4º?; ¿quién por la optatividad de Filosofía en 4º de ESO y 2º de Bachillerato o por la organización del PMAR y los módulos de FP Básica o por los requisitos de admisión del alumnado en esos programas?
   Cuando hablamos de estas cuestiones encuentro un número importante de compañeros que disiente de las medidas de la ley, pero ni siquiera tengo la seguridad de que seamos una mayoría. De todas formas, el gobierno se ahorró ese problema. Impuso su criterio y basta. Saben que mucha gente prefiere que le manden.

   Tercera conclusión: los propios medios de comunicación  no se preocupan en absoluto de la educación, hasta el punto de que un periodista ignore los textos ya aprobados o desconozca los aspectos más generales de la ley. Ni siquiera tratan con objetividad los temas más básicos y les encanta hacer reportajes en coles concertados o privados porque molan más. Manipulan y difunden información tergiversada que no hace más que confundir a las familias. ¿O creen que después de hoy la mayoría de padres y madres sabe si sus hijos van a hacer o no el examen, cuándo, dónde, para qué va a servir, qué nota puede sacar o quién se lo va a corregir? Aventuro otro episodio parecido a este cuando el/la nuevo/a ministro/a publique el diseño de las pruebas antes del 30 de noviembre. Va a ser divertido cuando los chavales sepan por fin de qué van a examinarse y cómo después de tres meses de curso. Y aún faltarán las instrucciones de cada comunidad autónoma...
   En ningún estado medianamente razonable, como le gusta decir a Rajoy, puede un estudiante empezar un curso sin saber los criterios de evaluación. Pues ahí estamos nosotros, con dos cojones, poniéndolos en diciembre. Y los profes, admitiendo semejante desvarío, no podemos ser sino cómplices. Aunque luego no pasará nada. Casi todo el mundo aprobará como siempre y santas pascuas.
   Claro que, en ningún estado razonable habría políticos de tres partidos distintos adjudicándose el mérito de una decisión tomada hace tres meses por el ministro y recogida ya en el decreto de primaria y en la propia LOMCE.

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   Iré a clase una vez más, mañana mismo, abrumado por una situación tan vergonzosa; impotente, indignado y algo rabioso. Sé que para llegar aquí he hecho tanto como la mayoría de mis compañeros, que me he fijado en las tareas a corto plazo y me he olvidado de ver más allá. Qué complicado plantearse cualquier otra cosa, ¿verdad? Seguimos un ritual tan establecido... Timbre, puerta, patio, sala, pizarra, ordenador, libro...
   Al menos ayer los chavales faltaron a clase. A lo mejor llegan a plantearse medidas diferentes y llegan más lejos. Seguro que más que los profes y sus sindicatos. A poco. A alguien le escuché que se planteaban dejar todos los exámenes en blanco. Me encantaría. Sería precioso. Un 0 para todos. Hasta para nosotros.


domingo, 8 de mayo de 2016

Poesía peligrosa

Lo que le acontece a un hombre no es sino lo que había pronosticado su pasado.

   Me permito parafrasear el título de otro libro de Juan Tallón para reseñar brevemente Fin de poema (Alrevés, 2015; Sotelo Blanco, 2013). ¿Puede efectivamente la poesía resultar un artefacto peligroso? Los personajes de la novela de Tallón no son distintos a cualquier contemporáneo suyo. Pero todos se matan. Si se distinguen del resto es por ser poetas, por su relación especial con la literatura. Así que una deducción sencilla sería esta: sí, algo peligroso debe haber en ella.
   Solo que Tallón no pretende colocarla en el centro del relato. Al fin y al cabo, se narran las últimas horas de cuatro poetas y en ellas son más importantes los desengaños sentimentales, el cansancio, la soledad, el aburrimiento o la desidia. No, lo último que hace un poeta no es poetar, escribir o como se diga. Lo último que hace, como cualquiera, es beber, sudar, charlar, leer el periódico o una carta, pedir otra, llamar por teléfono, desesperarse, tomar pastillas...
   La idea, como la trama, es sencilla, pero tan bien resuelta como precisan ciertos ejercicios rutinarios pero sutiles. Simplemente, las horas discurren. No es necesario que ocurran cosas, solo que entendamos en ese pequeño intervalo cómo llega cada uno al borde del precipicio. De dónde viene. Al borde. Nada más. El resto es historia.
   Los cuatros poetas del libro (Pavese, Pizarnik, Sexton y Ferrater) desesperan porque, paradójicamente, ya no esperan nada. Así que para qué. Estas últimas horas, según pretende Tallón, son una muestra de vida anodina y, sin embargo, primordial, definitiva.  Todo en ellas es muy corriente, por supuesto, y prosaico, qué ironía: Pavese yendo solo a un hotel, Pizarnik en casa sin nadie con quien hablar, Sexton y Ferrater entrando y saliendo de los bares. Turín, Buenos Aires, Boston, Sant Cugat. Cada uno en un sitio que podría ser otro. La vida de los poetas, y su muerte, no son nada excepcional. Fracasan. Como todos. Por muy buenos poetas que fueran.
   Llegados a este punto no hay nada que escribir. Lo constata el propio Pavese con estas últimas palabras de su diario El oficio de vivir (fragmentos del 17 y 18 de agosto de 1950). Todas las palabras de ese año tienen el peso de una sentencia. Ya no es poesía, pues resultan abrumadoras, ciertas:
No tengo nada que desear en este mundo, salvo lo que quince años de fracasos excluyen ahora.
Éste es el balance del año no acabado, que no acabaré.
¿Te asombra que los demás pasen a tu lado y no sepan, cuando tú pasas al lado de tantos y no sabes, no te interesa, cuál es su pena, su cáncer secreto? [...]
Siempre sucede lo más secretamente temido. [...]
Basta un poco de valor.
Cuanto más preciso y determinado es el dolor, más se debate el instinto de vivir, y se debilita la idea de suicidio.
Parecía fácil, al pensarlo. Y sin embargo hay mujercitas que lo han hecho. Hace falta humildad, no orgullo.
Todo esto da asco.
No palabras. Un gesto. No escribiré más.

Portada de Julio César Pérez Martín. 

domingo, 3 de abril de 2016

Ver, oír y, sobre todo, callar

  No cabe duda de lo complicado que resulta recurrir a la idiosincrasia de un pueblo o una sociedad para explicar un fenómeno, sea histórico, social, económico, cultural... Hablar de ese carácter colectivo es peligroso porque supone una generalización siempre injusta y recuerda los tiempos en que se caracterizaba a las sociedades por su religión, su fe, su simpatía o su gracia. Porque esos tiempos ya han pasado ¿no?
   Precisamente un día escuché, en una de esas manifestaciones del pasado vía NO-DO, cómo se nombraba al "primitivo y generoso pueblo gallego". Sí, exacto, con esa voz y esa banda sonora. Con semejantes antecedentes hay que andarse con cuidado, desde luego.
   Aun así, tanto Nacho Carretero en su libro como yo aquí no encontramos más remedio que escarbar con tiento los prejuicios, aunque al propio presidente en funciones le traiga sin cuidado ("cada uno es como es"). Porque esto va de un libro de Nacho Carretero. Y Nacho Carretero es periodista. Y gallego. Da igual el orden.
   Se trata de un libro excelente, Fariña, que relata la historia del narcotráfico en Galicia desde los primeros años de la democracia hasta la actualidad. Los datos reunidos son impresionantes; la documentación, precisa. Se nota, evidentemente, que no ha sido un trabajo fácil ni rápido, que ha consultado hemerotecas y publicaciones de todo tipo, ha realizado entrevistas y ha conseguido, no sin cierta dificultad (y a esto volveré más adelante) testimonios espeluznantes y valiosos. Se nota, como él mismo dice, que llevaba tiempo deseando contar esta historia, pues piensa que es muy relevante en el pasado reciente de Galicia. Paradójicamente, no ha habido muchos que quisieran contarla. A saber por qué.
   El relato es, pues, completísimo. No hay personaje de la época que no aparezca ni se retrate, desde el Sito Miñanco detenido en el chalet de Madrid con un teléfono por satélite a Nené Barral presentándose a las elecciones de Ribadumia (y ganándolas) o Laureano Oubiña soltando brusquedades al juez. No hay polémica ni discusión que se evite, como la relación de los políticos y el poder con los narcos, en especial los cargos del PP, que casi siempre gobernaron las zonas de descarga y la Xunta. No hay hecho clave que no aparezca perfectamente explicado, como la mutación del contrabando de tabaco en tráfico de cocaína, la relación con los carteles colombianos, las operaciones judiciales y policiales...
   Pero la mayor virtud del libro va más allá de la recopilación de la información, ya de por sí meritoria. Algo que el periodismo que se lee por ahí últimamente tiene bastante olvidado y que es en el fondo la clave de la disciplina: hallar la manera de contar efectivamente lo ocurrido, de conseguir que el lector pueda considerar después de leerlo que ha entendido perfectamente lo que ha pasado. Porque este no es un libro para especialistas, sean historiadores, juristas o sociólogos. Es una crónica que pretende recordar a la gente que, por mucho que se siga mirando a otro lado, este es el país que más droga ha traficado de toda Europa y Galicia, su experimento más logrado.
   Desde luego, gracias a que los hechos están perfectamente analizados con rigor pero sin parafernalia, detallados sin exhaustividad, cualquier lector puede desentrañar una historia sorprendente (pero muy real). La secuencia cronológica, tan bien desarrollada por el autor, resulta sencilla: en Galicia, como en otros lugares fronterizos y costeros, floreció el contrabando, el negocio del especulador en tiempos de escasez, que, durante los primeros años de la democracia se convirtió en la ruta de paso más utilizada para introducir cocaína colombiana en Europa en cantidades increíbles. Entonces, algunos contrabandistas se convirtieron en verdaderos capos y sus clanes acumularon un dineral mientras la policía y la justicia se mostraban claramente ineficaces. A partir de mediados de los 90, sin embargo, se organiza la lucha antidroga, los narcos empiezan a caer y los clanes mutan de nuevo. Surgen nuevos grupos y algunos de los antiguos continúan. El negocio, a menor escala, aún existe.
   Algunos aspectos de la historia son  bastante conocidos, pero el autor destaca otros que, por conveniencia, se suelen pasar por alto: la cantidad de guardias civiles y policías implicados, la connivencia de los políticos, las maniobras oscuras desde y contra la justicia, las implicaciones empresariales...
   Pero, aun explicando esto, quedan algunas preguntas ineludibles y espinosas: ¿por qué entonces?; ¿por qué en las rías gallegas?
   La crónica no puede dedicarse a argumentar una opinión, pero los hechos que relata dejan asomar posibles respuestas, muchas de ellas realmente preocupantes. Varios factores conforman la primera, el "entonces". Por ejemplo, los cambios que la transición conllevó en el uso social de las drogas y en las reformas fiscales y legales tardías (el contrabando era, a principios de los 80, una falta administrativa, no un delito). En cualquier caso esto significa que la presión fiscal, legal y policial sobre el contrabando o el narcotráfico fue irrisoria durante los 80 y fue aumentando progresivamente hasta la actualidad. Aquella primera década fue de barra libre. Y a partir de ahí, todo.
   Pero, ¿y el "dónde"? Porque había muchas zonas costeras que podrían haber servido para descargar y traficar con droga. ¿Cómo prosperó una organización tan extensa y compleja en los pueblos de las Rías Baixas? ¿Cómo es que nadie quería darse cuenta de lo que pasaba? Esta es la reflexión que quiero destacar sobre las demás y la que el libro me ha suscitado.
   Tal vez quien no viva aquí o no conozca suficientemente Galicia se quede perplejo al conocer cómo los contrabandistas (y luego los narcos) eran aclamados al frente de clubes de fútbol, como el Celta de Vigo o el Cambados; que algunos de los mayores delincuentes tuvieron cargos políticos o que sus empresas siguen estando activas y acaparando mercado; o, simplemente, que la mayoría cumplió condenas por evasión fiscal y no por tráfico de drogas. Todo el mundo los conocía. Sabía dónde estaban y, en general, a qué se dedicaban. Sin embargo, nunca fueron un problema. Y no solo porque la justicia no actuara, sino porque todo aquello no estaba demasiado mal considerado. Aún más, hasta se justificaba.
   ¿Es que en Galicia se había formado una nueva moral que promovía la despenalización o la legalización de la droga? Nada más lejos. De hecho, algo así acabaría con el negocio. ¿Síndrome de Estocolmo? Tampoco. ¿Inconsciencia? Permitidme que lo dude.
   Es cierto que Galicia, desde la posguerra, siendo una de las regiones más deprimidas, se había acostumbrado a una economía de supervivencia. También pasó en otros lugares, pero en ninguno se extendieron tanto los negocios ilegales con el paso del tiempo. El elemento distintivo no son solamente la orografía o la demografía. De hecho, la economía sumergida sigue siendo aquí más alta que en el resto del estado. Y está creciendo. Otra vez. Y eso a pesar del envejecimiento de la población. En los 80 y los 90 ironizaban con ello hasta las canciones, con la enorme circulación de la droga o con el dinero negro:



   Parece haber, ante todo, una moral y una forma de actuar bastante perniciosas y asentadas durante décadas. La máxima es clara: "ver, oír y callar". Se critica al vecino pero no se habla a la cara, hay envidia, pero se disfraza y, en definitiva, nadie debe meterse en lo que otros hacen, pues cada uno, de puertas para adentro, no le debe explicaciones a nadie. Resulta, desde luego, un sentido muy pobre de lo colectivo, que nunca tiene en cuenta el interés común sino el particular. Y todo a pesar de que la vida de las aldeas, en el pasado, precisaba cierto entendimiento y colaboración. Pero ya fuera consecuencia del caciquismo o la necesidad, el caso es que perdura una actitud muy conservadora.
   Esto no explicaría por sí solo las contundentes mayorías del PP en las elecciones, sino, sobre todo, cómo han podido perpetuarse ciertas prácticas comerciales, laborales o sociales. Por supuesto, también explicaría la supervivencia de redes y organizaciones criminales sin levantar la más mínima sospecha ni rechazo social. Solo a partir de mediados de los 90, cuando el volumen del negocio era realmente imposible de ocultar y algunas consecuencias del narcotráfico empezaron a notarse en la propia sociedad gallega (ejemplos como el de la "generación perdida" de Vilanova son sangrantes), se inició una pequeña resistencia (Érguete). Sin embargo, y pese a lo clamoroso e insostenible de la situación, nunca representó el sentir general.
   En los pueblos de las rías se sabe perfectamente quién fue contrabandista. Y quién fue a las descargas. Y no se les afea. A pesar de que sus "trampas" los enriquecieron y colocaron a los suyos en una posición muy ventajosa frente al resto. A pesar de que los impuestos no pagados habrían hecho progresar mucho más a la zona que las dádivas del capo. A pesar de las secuelas de la droga que se vendió aquí. También se sabe quién ha traficado, quién ha levantado mansiones o montado una tienda, una gasolinera, un restaurante, un hotel.. aparentemente de la nada. Aquí abundan los negocios pequeños y muchos son estacionales, así que blanquear es bien sencillo. 
   Pero las personas implicadas no sienten ni sentirán vergüenza. Ahora que muchos ya volvieron de pasar temporadas en prisión siguen manteniendo sus negocios como si nada, asesorando a la siguiente generación o, incluso, dirigiendo discretamente la siguiente descarga. ¿Por qué? Sencillamente porque no hay nada que reprochar: unos pocos muertos por ajuste de cuentas, algunos tiroteos... en décadas. Nunca hicieron de la comarca un lugar más inseguro. Donde no llegaba el estado ahí estaban ellos. Y soltaban dinero a diestro y siniestro. ¿Quién se atrevería a denunciar? ¿Quién muerde la mano que le da de comer?
   Ya de los tiempos del contrabando proviene esta connivencia del pueblo con sus caciques, protectores y tiranos, paternalistas y caprichosos. De su respetabilidad dependía su estatus. Un buen ejemplo es el Mariscal de la novela de Manuel Rivas, Todo é silencio.
   Pero ya basta. Las consecuencias de este comportamiento han sido lo bastante graves como para obviarlas. Sin embargo, afortunadamente Galicia es mucho más que esta gran mancha. Hacía falta hablar de ella, y más ahora que nadie parece recordarla porque las noticias no le guardan demasiado espacio. Este es el principal mérito de Fariña. Nos avisa de cómo se produjo semejante barbaridad. Es mejor recordarlo, porque el olvido favorece repeticiones indeseables de la historia. Aun así, para superarla hace falta dar un paso más, muy complicado: mientras no exista una concepción diferente de lo público, una verdadera solidaridad, estamos aviados. Seguiremos levantando muros, escondiendo en garajes, disimulando en galpones, vendiendo y comprando frente a la lonja, criticando en las tabernas, aparentando delante de la iglesia, pero, eso sí, ofreciendo espléndidas raciones de comida. Galicia Calidade.

Primera toma de conciencia: la operación Nécora.


sábado, 13 de febrero de 2016

Dudosa genialidad

   Con frecuencia ocurre que la tradición, la crítica o el simple boca a boca te acercan a ciertas obras (discos, libros, películas, lo que sea) supuestamente geniales. Normalmente resulta sencillo refrendar aquellas opiniones, confirmar que los buenos prejuicios tenían su razón de ser.
   Eso suele pasar. Pero a veces... A veces, no. Y es lo que siento ahora al terminar El idiota, de Dostoyevski. Tanto tiempo oyendo opiniones sobre las virtudes literarias de su autor y las expectativas remontando las nubes. Incluso un profesor que me había asegurado que era el mejor novelista de todos los tiempos. Así, claro, es más fácil defraudar. 
   Y no es que esperara nada especial de la novela: no conocía la historia, no me dirigí a ella por un interés particular (histórico o de otro tipo), apenas había leído algo del mismo autor (El jugador, sin un recuerdo especial, y un verano de hace unos 20 años)... Vamos, que no soy presa del desconcierto del fan traicionado, sino un sorprendido por la sobrevaloración de los demás.
   Creo que El idiota parte de un propósito extraño: crear un personaje (y no una trama) ajeno al mundo real. El príncipe Mishkin es un personaje inédito, único: ni intenso, ni dramático, ni romántico, ni racional, ni culto, ni solidario, ni apasionado, ni sentimental... Es el resultado raro de un experimento (creo que) fallido: el intento de colocar en la sociedad un personaje insulso, desconcentrado, incapaz, torpe, aburrido... Puede que la novela se haga más antipática por ello. Pero hay relatos interesantísimos sobre personajes odiosos o inmóviles o inútiles o enfermos. Bartleby, sin ir más lejos. 
   Desde mi punto de vista, algo falla. Porque no es difícil entender la "idiotez" literal del príncipe y están plenamente justificados sus fracasos en una sociedad cuyos modos y reacciones no comprende. Una vez terminada la lectura se recuerdan pasajes agradables y entretenidos por aquí y por allá: en la primera parte, sobre todo, tanto en la casa de los Epanchin como en la de Gania y, sobre todo, aquel arranque de pasión (el único) al final de ella, ese ofrecimiento de matrimonio suicida a Nastasia Filípovna; una pequeña parte de su conversación con Rogozhin en la segunda parte; el intento de suicidio de Ippolit en la tercera o el interés concentrado en los dos últimos capítulos, mucho más dramáticos.
   ¿Será que me ha vencido el estilo decimonónico? Si hasta disfruté con las novelas de Alarcón, las partes "documentales" de Moby Dick, la morosidad de Os Maias... ¿Será la traducción? Me temo que tampoco, pues hasta me impresionó la traducción infame de Resurrección, de Tolstoi, que aún anda por casa. ¿Seré yo? Supongo que es normal que a uno mismo le surjan dudas de su capacidad de vez en cuando, así que intentaré razonar aquí, en voz alta. 
   El idiota es una novela del montón. Ya está. Ya lo he dicho. Me parece un relato fallido, pues la ineptitud del protagonista no genera nada: no hay empatía, compasión, interés; ni siquiera ironía. Así que se pasa por las páginas como si no sirvieran de nada. Puede que el propósito de estas mismas páginas sea experimentar esa sensación. Pues hasta en eso creo que se equivocó el autor, pues su excesivo alargamiento de momentos insípidos deja más bien cansancio. Es el cansancio de las situaciones repetidas sin gracia y sin motivación. Se van produciendo pequeños atisbos de cambio, algunos hechos curiosos o medianamente interesantes que, sin embargo, se pierden en diálogos excesivos, nada elocuentes ni brillantes, pero tampoco por exceso de celo realista (de hecho casi no hay descripciones). Hay varios ejemplos: tres o cuatro veladas abarcan aproximadamente la mitad de la novela; los parlamentos de los personajes con frecuencia sobrepasan la media página para apenas decir nada. El desarrollo de los diálogos y las discusiones es, por tanto, pesadísimo.
   En Kafka las situaciones absurdas, aunque no lleven a ningún sitio, resultan intensas y angustiosas. De aquí no se saca nada: solo el figurón del protagonista y una trama de amor y perdición muy extraña, que resulta inmotivada desde el punto de vista narrativo porque se focaliza la acción en el príncipe Mishkin, cuando Nastasia desaparece casi por completo de la novela durante 400 páginas. Cuesta asimilar este desarrollo caprichoso. Incluso si se prefiere un final tan anodino como este. Seguro que Dostoyevski pensó que, haciéndolo así, estaba consiguiendo otra cosa. No sé si era un genio, pero aquí no lo parece.
   No lo he investigado, pero puede que todo esto tenga que ver con la redacción de la propia novela, los problemas económicos, la publicación por entregas... Tal vez de ahí la necesidad de llevar la idea inicial a mayores dimensiones de las que se debía. También ahí podría estar la causa de ciertas extrañezas producidas por la lectura. Llama la atención, por ejemplo, la incongruencia del narrador. Cuando la novela decimonónica había precisamente dedicado sus esfuerzos a dar coherencia y sentido a la voz del narrador, resulta que Dostoyevski no parece saber a qué está jugando. Unas veces relata con la seguridad del omnisciente, otras duda, otras parece un periodista recabando información de los testigos del "caso", otras habla en plural, otras comenta... El propio autor parece, por tanto, no estar muy seguro de lo que está haciendo: 

El príncipe sabía que en casa de los Epanchin, en la ciudad, solo podía encontrar [...] al general, retenido por razones de servicio. Le pareció que este podía llevarlo consigo inmediatamente a Pávlovsk, y antes tenía deseos vivos de hacer cierta visita (pág. 298).
Si se nos pidiera una explicación [...] acerca de en qué medida la boda fijada satisfacía los verdaderos deseos del príncipe, en qué consistían precisamente estos deseos en aquel momento [...] confesamos que nos resultaría muy difícil (págs. 772-773).
Todo lo que después sucedió con motivo de esa boda, lo contaron luego las personas bien informadas como sigue y, según parece, de acuerdo con la realidad (pág. 796).
Sabe Dios cuánto tiempo estuvo allí sentado y en qué estuvo pensando. Tenía miedo de muchas cosas y sentía con gran pena y dolor que estaba horriblemente asustado (pág. 808).

    En fin, creo que cierta confusión sí genera. Y no es una confusión humorística o irónica, como en Cervantes o Sterne. Me da que, simplemente, es un error. Y si alguien cree poder convencerme de lo contrario, que lo intente, por favor, no se me vaya a pasar desapercibida otra genialidad.

El genio en su pedestal


miércoles, 13 de enero de 2016

Comer carne...

   La España de hace cincuenta años... Eso enseña la película Un millón en la basura. Lejos del revival amable de Cuéntame, conviene acercarse al pasado con los ojos de ahora, pero la mirada de entonces. Y el pasado no es precisamente una antología de bonitos recuerdos. El país que enseña Forqué en su película es bastante miserable. Pero no es culpa suya. Sin ninguna intención tremendista, plano a plano, uno va tomando conciencia casi sin querer: Madrid es una ciudad desarreglada de barriadas de albero y sin alcantarillado de cuando el único adorno posible eran las fotos de la boda o de la mili; de cuando el aguinaldo y el servicio; donde los pavos pasean como en un tebeo de Carpanta y los perros andan flacos, sueltos y con mal humor; donde se trabaja por un sueldo escasísimo que no cubre las letras ni los alquileres; donde todo se fía y se debe; donde, en definitiva, la supervivencia depende de la compasión, la lotería o el milagro. Y si hay un milagro será como este, mucho más prosaico que el de Frank Capra. Florituras, las justas.
   Nada que, en teoría, no supiera. Nada que no haya leído en Aldecoa o en Delibes, pero con la fuerza directa de la imagen, a la vez poderosa e indolente. Y sí, a veces puede utilizarse un poeta ciego o un aspirante sin abrigo como protagonista, pero qué hay más simbólico que un barrendero. Quién si no podía encontrarse un millón de pesetas en un cubo de basura. Cuando se lo muestra a su mujer comienza a imaginarse lo que podría hacer con él: los juguetes de los hijos, la casa, una nevera, una lavadora y... comer carne.

  No sé si en su momento alguien pudo reírse en el cine durante esa escena. Su tono es cómico, pero hoy yo no he podido reírme. Me pareció terrible, de una ingenuidad proverbial. Y ese barrendero, durante los dos días que mantiene el dinero en su poder, topa constantemente con escaparates ostentosos y ambientes de lujo que le recuerdan lo que casi nadie puede llegar a tener y unos pocos desprecian. Porque dinero hay. Y mucho. Pero nunca será para Pepe, al que solo le quedan Consuelo y su conciencia. ¡Lo que tiene ser bueno!
   Seguramente esta película valga mucho más ahora que cuando se rodó. Ya no es una digna y austera comedia dramática, es un pedazo de esa historia que tanto jode revivir, la que nunca se acabó de arreglar, pues continúan la ostentación y los desahucios, la especulación, la explotación laboral, la usura... Solo que con asfalto, alcantarillas, neveras, lavadores, coches, teléfonos y menos animales sueltos. El progreso...
   El relato de la pobreza virtuosa sustituyó al del pícaro, pues este ya se había enriquecido, convertido en especulador siglos después. La misma historia de Misericordia, Las ratas o Seguir de pobres. El paradigma: la triste honradez del pobre, que no puede vislumbrar más horizonte que la injusticia porque parece eterna. Cuánto tenemos de esto todavía.

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