jueves, 29 de septiembre de 2011

Los jacobinos y la nueva aristocracia

   Antes de ayer algunos quedaban estupefactos ante esta imagen:

Bueno, pero no empecemos a chuparnos las pollas (con perdón) todavía

   Deben ser los únicos ingenuos que quedan todavía sobre esta rugosa península. ¿Acaso no se habían dado cuenta todavía de que la clase política comparte objetivos, intereses, dedicaciones y ambientes, que sus relaciones con los dueños de los medios de comunicación y los grupos empresariales y bancarios no son nunca desinteresadas? Aquí está otra prueba, por si acaso.
   Pero analicemos un poco este último asunto. Resulta que Pedro J. Ramírez (más conocido en Twitter como PedroJeta) invitó a los mayores representantes de la nueva aristocracia de la democracia a la presentación de su último ensayo histórico. Sí, es él y no un historiador de pacotilla que ha perdido media vida entre los archivos quien ha descubierto por fin las claves del acontecimiento más importante de toda Francia: la Revolución. Tate.
   Su interpretación de los hechos, como se explica en el enlace anterior, es que la época del terror desvirtuó los logros democráticos de la Revolución, que los jacobinos se cargaron la posibilidad de un liberalismo republicano y tranquilo. Y aún va más allá: asimila la situación española a esa democracia liberal idílica cual balsa de aceite en la que a unos quinquis les ha dado por meter las narices, donde unos desclasados e irrespetuosos han venido a ¡pedir un sistema más justo!
   El título del libro, El primer naufragio, exhibe una metáfora clarísima: los liberales no triunfaron por culpa del exceso de los revolucionarios, que, como los mendigos de Viridiana, querían todo lo que había en la mesa. Y lanza una petición: ahora que sí controlamos la situación (los demócratas, los liberales..., en fin, los buenos) no vayamos a estropearlo; nada de cambios y, menos, radicales, por dios. Atacar a esta clase triunfadora, como dice Esperanza Aguirre, sería un golpe de estado. 
   Quizá sí, pero me da que también se están equivocando a la hora de elaborar la alegoría: ese golpe de estado no sería contra la Asamblea Nacional, sino contra la Corte, que es el papel equivalente a los políticos de ahora. Porque ellos no son los girondinos, sino la nobleza cortesana: pululan por los pasillos de palacio buscando un cargo, cambian de parecer continuamente para mantenerse en el poder (algunos llevan mucho más tiempo de lo que duró cualquier consejero de un rey Luis), sirven a los más poderosos y esperan sus favores. Ellos no discuten qué medidas debe tomar la República, sino que quedaron obsoletos en 1789.
   Puede que los jacobinos no acertaran en algunas de sus decisiones y que finalmente no consiguieran sus objetivos, pero ¿quién puede reprochárselo? Ellos fueron la base de la Revolución partiendo del simple hecho de haberse dado cuenta de la estafa de la sociedad estamental, de que muchos de ellos estaban mejor capacitados que aquellos aristócratas sebosos para dirigir el país y, de paso, cambiarlo por completo y abolir sus privilegios.
   Durante las últimas décadas son los políticos los que se han introducido en una burbuja de privilegios, el Versalles de Luis XVI. ¿Cómo van a acceder a cambiar nada?
   Estos son una muestra de los jacobinos de ahora, a los que teme esa élite:



   Desde luego, quieren revolucionar el sistema, pero no han hablado todavía de cortar cabezas. Soy de la opinión de que la Revolución Francesa habría sido mucho menos importante si los ciudadanos no hubieran condenado a muerte a su propio rey, pero nadie ha agredido en estos últimos meses a ningún responsable político. No es a la guillotina a lo que deben temer. Y eso que tenemos la misma rabia que entonces. O más, porque sabemos qué cosas se pueden conseguir y cuáles son las que nos están quitando.
   Vista la soberbia e incomprensión de nuestra nueva aristocracia, ¿a quién no le dan ganas de gritar, al más puro estilo Espartaco, "yo también soy jacobino"?

martes, 20 de septiembre de 2011

Camino de liquidar la escuela pública

   La educación en España tiene un problema. Tanto la situación actual como el periplo tambaleante de los últimos años provienen de una consideración errónea, pues no se ha asumido un principio básico: que la enseñanza pública tiene que impartirse en igualdad de condiciones, que solo tiene sentido si se aplica estrictamente este criterio. Así, debe atenderse a un alumno con las mismas garantías con independencia de cuáles sean su domicilio, procedencia o clase social. De ahí que se extendiera la obligatoriedad hasta los dieciséis años, que existan becas, líneas de transporte, bibliotecas...
   Resulta inadmisible, por tanto, que un estado capitalista subvencione instituciones privadas de enseñanza. La lógica del sistema permite que existan, claro, pero pagando por sus servicios y no sostenidas por dinero público. La trampa es clara, pues los alumnos de estos centros no son atendidos de la misma manera y las condiciones laborales de su personal son bien distintas, así como su reglamento interno y su proyecto curricular, pero el estado los fomenta y protege como especies en peligro de extinción. Se da la paradoja, además, de que esa subvención está aumentando claramente, ya que las comunidades autónomas prefieren asumir el crecimiento del alumnado por medio de esos centros mientras desasisten a los públicos, llegando a darse el caso de que muchas familias, pese a matricular a sus hijos en centros públicos, ven cómo la propia administración los reconduce a los concertados por falta de plazas. Es este desvío de fondos y la inclusión de los centros privados en la red pública la que genera un agravio comparativo.
   Por supuesto, esto ocurre  únicamente en zonas urbanas bastante pobladas y en etapas obligatorias. ¿Cuántos centros privados hay en zonas rurales, cuántos ciclos formativos de formación profesional sin subvención, cuántas facultades privadas de Medicina? Y, sin embargo, ¿cuántos alumnos de concertado pasan a estudiar bachillerato a los institutos cuando ya no les sale gratis a sus familias? El estado cubre, como es su obligación, toda esa oferta educativa "no rentable" para las empresas, pero, sin embargo, mantiene centros que inculcan una moral religiosa y pagan menos y cargan más a profesores que seleccionan con criterios  arbitrarios (básicamente el enchufe que las oposiciones intentan evitar).
   Es una actuación profundamente hipócrita, como lo es desviar a trabajadores públicos a los seguros médicos privados, permitir que los médicos con sueldo público trabajen en el ámbito privado o privatizar empresas públicas que provienen de monopolios. Es, en el fondo, la política pública de quien no cree en las políticas públicas, de quien pretende mantener los privilegios de las élites. De ahí que la disminución del presupuesto de la educación pública, el empeoramiento de las condiciones laborales de sus profesores o su despido encubierto tengan tanta importancia en un curso en el que hay más alumnos (7.928.727) que nunca. Tal es la actitud de los gobernantes que plantean ya sin tapujos el verdadero objetivo del sistema en el que creen: que la educación deje de ser gratuita (no gratis, sino mantenida con los impuestos, que no es lo mismo) y consagre las desigualdades creadas por el sistema económico; que cada uno pague por lo que usa y no que haya servicios comunes para todos. Cuidado, en la actualidad la escuela es de lo poco aue aún nos ofrece alguna garantía de igualdad.

Con la iglesia hemos topado...

lunes, 12 de septiembre de 2011

Aprender, enseñar

"La educación no consiste en llenar un cántaro sino en encender un fuego"
W. B. Yeats

   Comienza ahora mi séptimo curso como profesor. No es poco, pero conozco gente que ha dado clase durante cuarenta años. Ya es septiembre y, salvo para el protagonista de la canción de Los enemigos, todo vuelve a ponerse en marcha.
   Sin embargo, este no parece un septiembre cualquiera, ya que, al hilo de las últimas decisiones de los gobernantes, la educación está en boca de todo el mundo. Bueno, más bien su presupuesto y los profesores, porque de alumnos o pedagogía no se dice nada.
   Ante semejante situación cabe sentar unas bases y principios sobre cuál es la misión de la educación pública y en qué consiste:
  • Debe garantizar la igualdad de oportunidades entre los ciudadanos, lo que supone que sea gratuita y, a la vez, obligatoria, para disminuir las diferencias de clase creadas por el sistema económico.
  • Debe impartirse en las mejores condiciones posibles (instalaciones, materiales, personal...), pues si no traicionaría el principio anteriormente expuesto.
  • Debe pretender que cada alumno desarrolle sus habilidades para desenvolverse en sociedad, su capacidad de comprender y analizar la realidad y actuar en consecuencia (saber no consiste en conocer datos, sino en pensar y tomar decisiones).
   Teniendo esto en cuenta, el trabajo de profesor exige una enorme responsabilidad porque el proceso de aprendizaje de cada alumno es complejo y heterogéneo y porque de él depende en gran medida su desarrollo personal. Además, es una labor colectiva y en continuo proceso de cambio, adaptación y actualización, lo cual la hace, si cabe, aún más interesante.
   Las decisiones políticas de los últimos años, y especialmente las de los últimos meses, contradicen estos principios y por eso el profesorado está protestando y movilizándose, ayudado por el cuestionamiento que gran parte de la sociedad está haciendo del sistema económico, social y político que nos gobierna e incluso de forma más abierta y reivindicativa de lo que pretenden los sindicatos timoratos, sobre todo UGT y CCOO, que han apoyado varias de las propuestas que han llevado a esta situación. Ellos y todos sabemos que rebajar presupuestos y personal, aumentar el número de alumnos por clase, subvencionar instituciones educativas privadas, apostar por el resultadismo académico y un triste y largo etcétera es favorecer a la élite económica, que siempre estará preocupada por lo suyo (los beneficios del capital) y no por lo nuestro, es decir, lo público.
   Ahora bien, esta traición a los principios educativos básicos debe estar apoyada por los alumnos y sus padres, pues nadie debería estar más interesado que ellos en que mejore la educación pública. La conciencia de que esta es uno de los bienes más valiosos de la sociedad debe propagarse, pues, aun con sus defectos, es imprescindible. Habrá que entender entonces que las huelgas y movilizaciones que se desarrollen no son un perjuicio, sino una lucha por reclamar lo justo y que implica a todos.
No hay revolución sin educación

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...