sábado, 7 de julio de 2012

Leer. Releer. Desleer.

   Ha acabado el curso. Creo que los resultados han sido más que aceptables, pero no soy un estadista. Tengo la impresión de que la mayoría de los alumnos ha aprendido a hacer cosas interesantes. Y yo también. A pesar de los fallos (numerosos). Creo que llevarse esa sensación es algo más valioso que el porcentaje de aprobados o repetidores.
   Mi profesión me proporciona ciertas satisfacciones difíciles de comprender. Y entre las de este curso ha habido una distinta. Para hacerse una idea, cuando supe que mis alumnos de bachillerato estaban "obligados" a leer el Quijote este curso fue como si a Messi le dijeran lo sentimos pero tendrás que jugar otra vez la final de la Copa de Europa. Así que hemos pasado tres meses entrenando para ese partido y todo indica que hemos jugado bien (el plural es por la cosa del equipo, que se note). Efectivamente, de enero a abril hemos ido poco a poco dando cuenta de los aspectos más interesantes del libro, que poco tienen que ver con las cuestiones filológicas que aparecían en el libro de texto. Y luego los alumnos han tenido un mes más para escribir su Quijote. Y, bueno, no es perfecto, pero aquí está:





   Desde luego, pude haber preparado todo este tinglado apenas echando un nuevo vistazo al libro, o repasando pasajes, o releyendo solo algunos capítulos de capital importancia para los filólogos o, incluso, echando mano de guías didácticas sobradamente conocidas. Al fin y al cabo, se supone que un profesor de Lengua y Literatura es capaz de hablar de libros que no ha leído o de los que apenas recuerda o extraer de un fragmento teorías impresionantes. Pero la tentación era muy grande: leerlo otra vez; enterito. Asegurarme de qué era lo que quería que aprendieran mis alumnos leyendo semejante mamotreto tan poco apetecible a los dieciséis años.
   ¿Y? Pues que la tercera lectura es distinta a las anteriores; que impresiona comprobar en el laboratorio de uno mismo los efectos del tiempo. Y no es que precisamente a la tercera vaya la vencida. Queda la extraña sensación de que se mezcla el recuerdo con lo leído ahora, de que no solo estás leyendo una novela del s. XVII, sino que además estás replanteando las dos novelas exactamente iguales que leíste hace quince años o veinte. Normal que Borges escribiera tantas fábulas sobre el asunto. Así que el resultado, una vez más, es muy distinto al de las lecturas anteriores.
   No quiero teorizar ni proponer nuevas tesis, apenas destacar que sigo encontrando en la novela nuevas ideas, que la voy comprendiendo a cada paso como una obra distinta y, creo, más valiosa aún desde un punto de vista personal, el del lector que disfruta aunque haya estudiado, que se da cuenta de algo que antes pasó por alto y ahora le parece importantísimo, todo un hallazgo.
   Más allá del tema del asno, por ejemplo (imaginad todos esos papeles corriendo por una casa de hace 400 años; cualquiera se habría equivocado), me ha sorprendido lo incoherente que resulta la forma de comportarse de los personajes. Ya sabía, como cualquiera, que don Quijote en la segunda parte se deja querer y mantiene cierta ambigüedad con respecto a las aventuras fingidas que le preparan, pero ¿por qué Sancho critica las visiones de su amo, sus  insensateces y ocurrencias y enseguida se traga la siguiente broma de los duques o recuerda que le deben una ínsula? Si cree que un mago le ha ordenado azotarse ¿por qué no lo hace e incluso lo finge? Sancho también es un personaje ambiguo, mucho. Y desde el principio.
   Evidentemente, estos son errores de primero o segundo de novelista. En cualquier taller le habrían advertido a Cervantes que definiera mejor esos personajes, que no fuera tan errático y delimitara espacio y tiempo y que llevara un cuaderno con los detalles de los capítulos bien anotaditos. Pero resulta que no tuvo consejeros. Cuando seguía las tradiciones era un mediocre, pero, el demonio sabrá por qué, tenía una fantástica intuición. Aquella que lo llevó a escribir un libro casi completamente nuevo, sin guía; a suponer que lo verdaderamente interesante (y anodino a la vez) de su época ocurría en los escenarios más cutres (las ventas) y a los personajes más ridículos, que así no lo serían tanto.
    Y, además, dar a cada paso con el tono adecuado y las palabras justas para hacer que gustara y siga gustando aún más un libro que en su momento no fue más que puro despropósito. Supongo que ahí está el misterio que hace un genio del pobre funcionario lleno de polvo que apestaba a camino y establo y que intentaba llevarse algo en negro. Sin duda Cervantes era un tipo ingenioso, como otros, pero que hizo algo que no hicieron los demás: supo que en esa historia rarísima había algo interesante, que merecía la pena perder muchas horas al lado del candil para probar si era cierto, aunque no supiera dónde iba a llegar. Que a unos chavales de dieciséis o dieciocho les pase algo parecido tanto tiempo después ¿no es emocionante?

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