jueves, 27 de noviembre de 2014

Lección de literatura: Larras y Zorrillas

1

   Las anécdotas literarias suelen ser territorio de filólogos orgullosos de su conocimiento, condición sine qua non, como las locuciones latinas, de pertenencia a un club, el de hacerse los interesantes. Un esnobismo cualquiera, vamos. Reconozco que durante bastante tiempo anduve fascinado por semejante ejercicio de pedantería, sintiéndome integradísimo en la liturgia (tertulias, revistas, conferencias, premios...) Pero es que parecía tan lógico... Como lo de firmar una hipoteca, por ejemplo.
   Sin embargo, ahora que la literatura, sea lo que sea lo que haya aprendido, la tengo que enseñar yo, reniego de tantas inútiles biografías que, no obstante, siguen retumbando en mi cabeza por culpa del equipo de redactores de aquel libro de Lázaro Carreter. Al fin y al cabo, los datos están ahí, a golpe de clic. Aprender literatura no debería ser más que descubrir las claves para leer tanto lo antiguo como lo moderno o lo actual. Porque los textos son millones y otras tantas las vanidades enterradas ya desde que esto se entiende como arte. Así que ya me diréis de qué sirve recordar que Calderón (el otro, no yo) murió en 1680, el papel de Andrea Navaggiero en la difusión del endecasílabo o que fue el Conde de Lemos quien finalmente propició la publicación del Quijote. (No sé para qué digo nada, a ver a si los abogados de la casa de Alba se les va a ocurrir ahora reclamar los derechos de propiedad intelectual, que para eso está la herencia).
   En estas estaba cuando leí el Manual de literatura para caníbales, de Rafael Reig, al que estoy añadiendo ahora dosis de Fabulosas narraciones por historias, de Antonio Orejudo, aunque ya había leído antes artículos suyos en un tono semejante y hay que reconocer que todo esto estaba también, sin que al principio me diera mucha cuenta, en Luces de Bohemia. No es que estas novelas de, por supuesto, filólogos, me hayan hecho cambiar de idea con respecto a la enseñanza de la literatura, sino que creo que dan una herramienta más: la vuelta de tuerca, el tour de force para los esnobs. He deducido de ellas que puedo aprovechar la pedantería literaria que ocupa parte de mi memoria en proponer relaciones, analogías, ejemplos, modelos o esquemas y retorcer el chascarrillo hasta encontrarle alguna utilidad.

2

   Empecemos por uno: el momento estelar del romanticismo en España. Resulta que el 15 de febrero de 1837 enterraron a Larra en Madrid y el evento se convirtió en todo un acontecimiento social. El postureo literario se convocó en masa y hubo mucha solemnidad, incluso muchos versos y el debut aclamadísimo de un desconocido, José Zorrilla.
   La historia, hasta contada por el propio Zorrilla, es genial: ni siquiera conocía a Larra más que de oídas cuando fue a la iglesia el día anterior a ver el cadáver; ni siquiera tuvo él la idea de escribir el poema que, además, era para publicar en algún periódico en plan oportunista y ganar algo por fin; lo compuso en un rato esa misma noche en condiciones bastante precarias; lo leyó como por accidente, aprovechando un incómodo silencio y venciendo una lógica vergüenza; y, para colmo, ni siquiera pudo acabar de recitarlo (dice que de la emoción, para mí que de los nervios).
   El poema, además, era malo de solemnidad, estaba lleno de tópicos, calcaba esquemas métricos de la Canción del pirata de Espronceda y tenía la poca delicadeza, la mala suerte o la torpeza de usar como metáfora la flor y su aroma delante de un cadáver que llevaba día y medio tieso. Por el frío o por lo que fuera nadie le dio mucha importancia a esto, sin embargo, y Zorrilla triunfó así, de rebote, se hizo un nombre y hasta le dieron trabajo, ¡oh, ironía!, en el periódico en el que Larra había causado baja. Transcribo dos estrofas para que se note la falta de gusto y tacto (el subrayado es mío):
Era una flor que marchitó el estío,
era una fuente que agotó el verano:
ya no se siente su murmullo vano,
ya está quemado el tallo de la flor.
Todavía su aroma se percibe,
y ese verde color de la llanura,
ese manto de yerba y de frescura
hijos son del arroyo creador.

Que el poeta, en su misión
sobre la tierra que habita,
es una planta maldita
con frutos de bendición.
    En fin, qué momentazo. No sé cómo nadie se ha planteado hacer la película.

3

   Ahí lo tenéis, un instante que resume una época, la explosión, el agujero negro, el aleph (queridos filólogos). Aunque a mí me parece más curioso como punto de partida para plantearse cómo surge la literatura, de dónde sale un texto, de qué forma caprichosa se hace un autor y en qué circunstancias azarosas, como las de cualquier vida, desarrolla ese material maleable, vendible y propagable que hemos llamado arte.
   Así, lo interesante del entierro de marras me parece ese cruce perversamente casual de dos tipos tan diferentes en personalidad y creatividad que, sin embargo, se recitan juntos y se aprenden a la vez. De hecho, es como si tuviéramos dos modelos y pudiéramos dividir a los escritores decimonónicos en Larras y Zorrillas aunque, en el fondo, esto solo es una manera de explicarse.
   La literatura era en la primera mitad del siglo XIX un arte económica y culturalmente elitista, de la que se interesaba como mucho un 5% o un 10% de la población, es decir, no más de un cuarto millón de personas en España, que eran las que tenían capacidad lectora y acceso a los libros y las revistas (siendo optimistas). Menos seguidores que Julián López, Alberto Garzón o Jorge Drexler en Twitter. Así que ni Larra ni Zorrilla fueron pobres, claro. Como ninguno de los que creía que debía estar en ese entierro.
   Pues de todos los que estaban allí eran, de alguna manera, los más distantes. Larra, que siempre había vivido de lujo, que había estado en la pomada de la élite cultural desde la adolescencia, que a los 20 ya era conocido y había hecho de todo, hasta hijos y viajes, acababa de pegarse un tiro al más puro estilo Werther. Él, que siempre estaba por encima de los demás, que criticaba al ciudadano medio por inculto, vago y maleducado, resulta que era depresivo. Ahora que se había hecho liberal... Porque también le había dado tiempo a eso, a cambiar de bando y tocar todos los géneros. Él, puntilloso, culto, exquisito, inconformista, obsesivo en los temas y elegante en las formas, un fracasado. Salvo que su verdadera obra maestra fuera su suicidio, aunque hay que ser muy ingenuo para pagar ese precio por la posteridad literaria. ¿Leeríamos hoy sus artículos si los hubiera seguido publicando hasta, digamos, 1855, si hubiera muerto de pulmonía o de gripe?
   Zorrilla era, por el contrario, el prototipo de provinciano, que se había escapado de casa y de las clases envalentonado por las primeras lecturas, entre ellas, para que os hagáis una idea, El último mohicano. Para él, algo torpe y poco espabilado, el mundo de sus Esproncedas quedaba lejísimos y se dedicaba a hacer versos y pasar hambre un poco por cabezota y porque nunca se sabe. Y mira tú.
   Él, que no era más que un versificador, bastante poco original e imaginativo, que aprovechaba versiones, temas, metros de otros y los reciclaba, cuya máxima aspiración era que su padre leyera una nota en un periódico firmada con su apellido.
   Él, mindundi que no tenía preocupación política alguna, que no sabía vestir bien y era incapaz de no resultar cursi, un triunfador, el autor de la obra más representada de la historia del teatro español. Récord Guinness. Hay que ver. Si hasta le habían parecido demasiado chungas sus famosas décimas de Don Juan y quiso prescindir de ellas.
   Pues bien, ahí los tenéis: la genialidad y la inteligencia, la sensibilidad y la perspicacia, la desgracia y la oportunidad, la enfermedad y la salud, la pretensión y el conformismo, la exquisitez y la tosquedad, el criterio y la indeterminación. ¿Quién da más?
   Pero ¿quién se atreve  a proclamar un vencedor? ¿Debe haberlo? ¿Alguien está dispuesto a juzgarlos? Yo sus poemas, sí, pero ¿a ellos? No creo que haya que admirar o proscribir a los escritores. Con lo muertos que están. Puede que leerlos sirva para entender algo. O no.



   Siguiente episodio: Borges y Ribeyros. O Cervantes y Lopes o...

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