miércoles, 28 de octubre de 2015

La gran elegía

   Manuel Vilas es un poeta extraño, fuera de lo común. Ningún otro escribiría la palabra España tantas veces, hasta quemarla, o titularía así uno de sus libros. Debe de estar loco este Vilas. Qué osado hablar de ella. Con lo noventayochista que suena. Y cursi. Y en primera persona del plural, además. Nada más políticamente incorrecto que nombrar tanto a España, sobre todo cuando ella es insignificante, triste, pobre, mezquina. No es una patria, pero sí un pasado nostálgico y un presente cutre al que se quiere porque es familia.

Es un país de carniceros, de levantadores de cuchillas sin filo.
Lo fue, lo es y lo será.
Tal vez hasta el Mediterráneo acabe harto
de nuestras malas voluntades, de nuestra ordinariez histórica.
La maledicencia nos pone a mil.
Yo amé y amo este país, pero es maligno.
Hay algo en él que acaba destruyendo a la inteligencia.

Yo lo amo, sí, amo este país llamado España.
Lo amo bien, intento darle besos, intento salir adelante.
No me quedó otro remedio.
Hasta los alcohólicos tienen hijos que aman a sus padres. ("España, un poeta inglés te odió")

   Pero, a pesar de mentar tanto a la pobre España y su democracia derruida y su pasado tristón, la poesía de Vilas desdeña la Historia. Sus motivos son otros. El amor, el pasado y la muerte, todos sus intermedios, nada original. Aunque sí lo son su tono, de un Whitman medio clásico medio castizo, y la poco habitual tendencia a autoparodiarse, como en Gran Vilas, su penúltimo libro:




   Su último poemario, El hundimiento, es, por el contrario, una gran colección de elegías, un libro doloroso que conviene dosificar y, no obstante, un homenaje a todas las vidas y todos los fracasos, lo cual -no nos engañemos- viene a ser lo mismo. Puede parecer un homenaje esnob y cultureta porque aparecen Lou Reed y Elvis, Keith Moon y John Entwistle, Bob Marley y Kevin Ayers, pero Vilas tiene la habilidad de hacer humanos los mitos. Lo mismo a ellos que a Buñuel, Cernuda o Scott Fitzgerald. Hay muchos nombres en sus versos, un catálogo inmenso de pasiones juveniles tipo fan. Pero la cita intrascendente se convierte en imagen conmovedora, a veces incluso de una forma demasiado directa, exagerada, como es su escritura siempre: 

 Tu elegante y envidiable fracaso,
 tu ascensión a las nubes cristalinas
 del firmamento, tu penuria, tu caminar erguido hacia la destrucción,
 pero no la destrucción común a muchos hombres,
 (porque vivir es hundirse poco a poco pero no todos
 -tú lo sabías- se hunden igual).
 No la destrucción común -digo- a miles de hombres
 y miles de mujeres,
 sino la rigurosa y lenta liturgia del derrumbe,
 su ceremonia inmemorial,
 la conciencia bajo el calor de agosto, en el Sur ardiente,
 mandorla calcinada del dolor insoportable.

 Duerme, duerme en paz,
 hijo del viento último de la tarde áspera,
 de los grandes veranos de Long Island
 y de sus crepúsculos agudos. ("Francis Scott Fitzgerald")

   Parte de la rareza de Vilas está en la exhibición de este tono inocente, de imágenes que parecen la traducción de canciones en inglés y que, sin embargo, enternecen de forma sincera, tal vez como les ocurre a las propias canciones.
   Hay otras fantásticas elegías en el volumen anterior, Gran Vilas, unas irónicas (a los personajes de la transición, por ejemplo) y otras solemnes (al poeta Miguel Ángel Velasco, a su propio perro en "Solos ante el peligro", la vuelta de tuerca perfecta a la elegía con visita de fantasma). Pero ese libro tenía otro tono, más desenfadado y ligeramente paródico. Resumiendo: un tanto de elegía y otro tanto de sátira, pero el doble de oda.
   El estilo de Vilas es grandilocuente, desmesurado en la métrica, que tiende a la letanía y al versículo (y, por lo tanto, al hipnotismo), y exagerado en la expresión. Exaltado. Hiperbólico. En ninguna escuela de escritores recomendarían escribir así. Recuerdo desde el primer verso suyo que leí haberme sentido sorprendido por la emoción de un lenguaje que en cualquier otro lugar me habría parecido facilón o burdo. Y creo que las elegías de El hundimiento son un ejemplo espléndido. 
   Al padre ("1980"), a la madre ("974310439"), a los amores perdidos, pasados o inconsistentes ("El animal moribundo", "Think It Over", "Forever in blue jeans"), a una prostituta ("Tres sargentos"), a un borracho de Zaragoza ("El hundimiento"), a una mujer despechada y despedida ("Orange"), al alcohol y a los ya mencionados Fitzgerald, Cernuda, The Who o Lou Reed, por supuesto.
No estuve en la muerte de Dante.
No estuve en la muerte de Cervantes.
No estuve en la muerte de Mozart.
No estuve en la muerte de Rimbaud.
No estuve en la muerte de Van Gogh.
No estuve en la muerte de Kafka.
Eh, pero he estado en la muerte de Lou Reed. ("Príncipe de Aquitania")
***
Quien me trajo al mundo se ha ido hoy del mundo.
Ella, que me llamaba a todas horas, para saber de mí.
[...] No volveré a ver nunca
tu número de teléfono en la pantalla
de mi teléfono móvil; tú, que te quejabas de que no tenías uno,
de que yo no te regalara uno [...]
Porque eras un número de teléfono, cincuenta años
en ese número encerrados: nueve siete cuatro, treinta y uno,
cero, cuatro, tres, nueve.
Márcalo ahora,
márcalo ahora si tienes valor y te contestarán
todos los misterios inconmensurables: el tiempo y la nada,
la ira roja
de los peores huracanes celestiales,
la árida y blanca nada convertida
en una mano negra. ("974310439")
   La muerte, en todo el libro, prevalece. Hasta a veces se hace deseable, heroica en el caso de los alcóholicos o los suicidas, y siempre inevitable:

La gente se acaba.
Un hombre se acaba.
Tal vez ese sea el mayor espectáculo del Universo:
Un hombre que se hunde, porque la destrucción
de la vida inteligente contiene la solución final
de nuestros baratos enigmas. ("Bajo el volcán")

   Mucho dijo Poe sobre el poder purificador de la tristeza. Y mira cómo acabó. Pero en los poemas de Vilas hay algo que prevalece más allá del desconsuelo, de la pérdida, del hundimiento de tantos personajes nombrados aquí y allá. A Vilas le pueden dos cosas: el amor y la vida, que también son lo mismo. Algún tipo de redención debe de haber ahí:

EL ÚLTIMO ELVIS

No fear, no envy, no meanness
LIAM CLANCY


Respeta siempre la destrucción de las mujeres
y de los hombres que amaron o intentaron, al menos, amar
la vida y esta les quemó o les rompió los huesos de la cara,
las entrañas y las venas y el hígado y el buen corazón,
respeta todos los sagrados y los más humildes hundimientos
de los seres humanos.

Respeta a quienes se suicidaron.

Respeta a quienes se arrojaron a los océanos.

No hables mal de ellos, te lo ruego, te lo pido de rodillas.

Ama a toda esa gente, esa muchedumbre, ese río amarillo
de la Historia de todos cuantos perdieron tan injustamente,
o tan justamente,
da igual.

Gente que aceleró en una curva.

Gente que escondía botellas en los rincones de su casa.

Gente que lloraba en los parques de las afueras de las ciudades.

Gente que se envenenaba con pastillas, con alcohol,
con insomnios aterradores, con veinte horas de cama todos los días.

Lo intentaron, pero no lo consiguieron.

Gente a quien le sobraban tres cuartas partes de su pequeño frigorífico.

Gente que no tenía con quién hablar semanas enteras.

Gente que no comía por no comer sola.

Son hermosos igualmente, te lo juro.

Resplandecerán un día.

Nombremos todo aquello
que nos convirtió en seres humanos.

Para que no haya miedo, ni envidia, ni maldad.

Amo, celebro, y exalto todos los hundimientos
de todos los seres humanos que pisaron este mundo.

Porque el fracaso no existió jamás,
porque no es justo el fracaso y nadie merece fracasar,
absolutamente nadie.

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