miércoles, 30 de diciembre de 2020

Antes que tú, después de ti

"Apenas unas fotos

que cada tanto miro,

yo, el más ajeno y joven,

último de la tribu."

Fabio Morábito

 

1

 

    Todos somos hijos de alguien. Es una obviedad, lo sé, pero ¿no admira a veces la ligereza con la que lo asumimos? La primera imposición de la vida, su primer peaje, es la dependencia, la obligación de ser hijo. Podemos, más adelante, elegir si ser o no ser padres, pero no a quien nos pare, nos cuida, nos atiende. Podremos ser o no "hijos sin hijos", de ahí el título de aquel libro de cuentos de Vila-Matas, pero hijos lo seremos siempre. Sin escapatoria. Sin remisión. De manera afortunada y fortuita. Desgraciadamente, también, aunque ojalá entonces lo sepamos por las palabras de otros y no en carne propia.

   Viene todo esto a colación de varias lecturas recientes y el final de cierto proceso de escritura. Y, como consecuencia, la siguiente reflexión: que la única manera honrada (y honrosa) de hablar de uno mismo es contar la historia de los otros, aquellos que, forzosamente, te precedieron. Porque ante el aumento desmesurado de la autoficción, de la que ya he hablado últimamente, me parece necesario reivindicar aquellas obras que, al menos, tienen el decoro de situar al autor en un segundo plano y brindar a otro personaje la oportunidad que nunca tuvo de protagonizar un relato, sea ficticio o no. Y quiénes más fascinantes que los padres de uno mismo, tal vez sus abuelos, padres de los tuyos. Quiénes más próximos, más desconocidos.

   Al fin y al cabo ser madre, o padre, es una forma de colocarse al margen, de asumir un definitivo papel secundario. Tanto es así que cuando alcanzas ese estatus dejas de ser hijo de tus padres para convertirte en padre de sus nietos. Quien lo probó, lo sabe. Así debe ser, supongo, pues no puede suceder de otra manera.

   Por esto mismo, tal vez llegue el momento de verse mirándolos, pues quién no se ha preguntado cómo fue que vivieron y llegaron hasta aquí. Será una historia sin brillo, seguro, como corresponde a esos tipos más o menos normales sobre cuya vida adulta apenas te preguntaste nada. Qué hay más corriente que tener hijos, si los tiene todo el mundo, piensas. Y, sin embargo, qué mayor misterio que rastrear en la memoria. 

 

2

 

   Creo, por lo tanto, que resulta más interesante la literatura que recrea la historia de esos otros que no la de uno mismo. Lo digo por experiencia, porque durante estos meses algunas lecturas me han regalado las páginas más emocionantes cuando ellos, los padres, aparecen. Puede ser, quién se atrevería a negarlo, que ahora presto a estos personajes mayor atención. Igual que, según corrobora Olmos, no eres consciente de que existen los carritos de bebé hasta que necesitas uno. Creo, además, que hablar de los padres es, como he dicho más arriba, una mejor manera de representarse. De ponerse en cuestión. De verse a uno mismo, en definitiva, con otros ojos.

   Me sucedió hace un par de años con Ordesa, de Vilas, que amplía la elegía a sus padres muertos que aparecía ya en El hundimiento. Hay en su libro más difundido páginas verdaderamente hermosas que recrean, imaginan, suponen, sospechan, descubren y recuerdan cómo vivieron y por qué. No luce igual su estilo cuando el protagonista es Vilas. Es mejor cuando los mira a ellos. Desde abajo, con los ojos del niño que se sorprende. Desde arriba, con los del adulto que se despide. Cuando el narrador habla de sí mismo, sin embargo, la emoción es diferente y el tono rehuye la ironía que sí funcionaba en otros textos, como Gran Vilas. Por eso me ha dado tanta pereza afrontar Alegría, porque me temo que no es ni una cosa ni la otra.

   He dicho, no obstante, que iba a referirme a lecturas recientes. Precisamente es la ironía la que permite a Rafael Reig contarse a sí mismo, o más bien contarnos el descubrimiento de su propia ineptitud, la llegada y el fracaso de las veleidades de un escritor que tarda más de treinta y cinco años en darse cuenta de qué es lo que debe escribir. El resultado es la historia divertida de un fracaso, como también lo era la de su amigo Orejudo en Los cinco y yo. El narrador Reig se automedica en Amor intempestivo una cura de humildad apabullante. Se dedica a explorar el verdadero valor de sus pretensiones de estudiante que aspira a genio literario y sus aventuras insulsas de joven profesor con una crueldad ejemplar. Y aunque no falta la ternura, sobresale el recuento de errores, de ocasiones perdidas, de daños colaterales, de sufrimientos gratuitos. Hay, además, cuestiones de dinero y bastante sexo, temas ineludibles del resto de su narrativa, como la estupenda Para morir iguales.

   Pero esta inmersión de Reig en la novela autobiográfica, como él mismo ha denominado, sería poco más que un testimonio entretenido cargado de mala leche si no fuera por los padres. En el centro del libro un acontecimiento trastoca, descoloca y transfigura. La de los padres de Reig es una muerte despiadada y sobrevenida, con la misma cantidad  de absurdo y sorpresa que contiene un terremoto. Igual de violenta e inesperada. Contada, no obstante, en el tono más neutral posible. Dejando atónito al lector, casi tanto como lo ocurrido al narrador que se confiesa. 


3


   Los hechos así revelan las verdaderas dimensiones de la vida y del tiempo. El del narrador, desde luego, fue otro a partir de entonces, pero no se dio cuenta inmediatamente, le hicieron falta veinte años más, hasta hoy, para reconocerlo:

Lo que ha venido después ya fue otra vida, y nos sucedió a otros, porque ya no fuimos los mismos (p. 66).

   Y, sin embargo, continúa otras cien páginas, en un ejercicio que retuerce la lógica del relato, rebuscando en los años 90 los últimos pecados antes de la conversión. Asumir que todo cambió desde entonces es su propósito descubierto según avanza, en plena marcha. No se intuye al principio. Cuesta creérselo al final. Pero hay testigos. Los objetos, que con su impasibilidad se convierten en los más obstinados supervivientes de la desgracia, que abren la puerta al pasado solo con su presencia, la continuidad de su propia existencia más allá de la de quien los tuvo en sus manos.

Los objetos son peligrosos: duran más que las personas, acumulan tiempo encima que se adhiere a quien los toca (p. 85).

   Este ejercicio de Reig, que procura poner en orden sus propios recuerdos y razones, ha requerido un lapso importante entre lo acontecido y la escritura. También en el caso de Vilas. Entonces, ¿es que resulta imposible comprender el pasado cuando es todavía reciente? ¿Solo podemos pensar con claridad décadas más tarde? Y la pregunta más dolorosa: ¿apenas entendemos a nuestros padres o abuelos cuando ya han muerto?

 

4

 

   Yo mismo he dedicado varios textos a mis abuelos, algunos poemas y un drama recién presentado como TFM. Qué curioso, la necesidad de escribir sobre ellos ha aparecido justo antes de que murieran y, sobre todo, a partir de entonces, con mayor claridad cuanto más tiempo ha pasado. ¿Es esta una forma de sortilegio, de conjuro, de llamada?

   La respuesta, probablemente, tiene poco que ver con términos mágicos como estos. Creo, sinceramente, que lo que hacemos cuando escribimos sobre ellos no es otra cosa que intentar comprendernos a nosotros mismos, que representar a los padres o los abuelos es buscar las razones de nuestro propio pasado para armar mejor el relato azaroso, sin sentido aparente, de nuestras vidas. No creo que fuera otro el propósito de Agustín de Hipona o Rousseau, referentes declarados de Reig en esta última obra, pues afirma que:

La vida no tiene argumento, es lo contrario de una película porque no podemos ver el final. Y hay que vivir intentando crear ese argumento, como si la vida tuviera sentido.

   Creo, de todas formas, que este afán de contarse, aunque sea en otros, es más poderoso cuanto más se asume ficción. La escritura de las escenas que protagonizan mis dos Sombras me lo ha demostrado. Porque entonces el personaje no es solo uno mismo sino todos y cada uno. Así funciona Antes del paraíso, el libro de relatos de Pedro Ugarte. Es un libro lleno de padres (y, por tanto, de hijos), prácticamente un catálogo de las desazones que puede provocar este hecho tan natural y, al mismo tiempo, trascendental en la vida de cualquiera. Un libro maravilloso, absolutamente conmovedor. Que probablemente parta de experiencias personales, pero que al lector ya no importan, trascendidas en la narración.

   Ugarte hila todos sus cuentos mediante un protagonista que se llama siempre Jorge y que, sin embargo, es cada vez un protagonista diferente: el hijo que se esfuerza en entender cómo fue la vida de sus padres; el matrimonio que comprueba cómo se distancia misteriosamente la imagen del espejo, la pareja de vecinos con quienes compartieron todo, que cambian de mundo mientras divergen, también, las vidas de sus hijos; el hijo partícipe de las rarezas de un padre que intenta hacerlo cómplice; el padre huérfano enfrentado a las manías de su abuela heredadas en cadena generacional; el padre divorciado y en barrena, a pesar del amor y las buenas intenciones; el padre que lo es de quienes son de otros; el padre de un hijo arrasado por montañas de regalos de una familia sin descendencia que no sabe amar; y, finalmente, el padre abandonado porque no compró el piso en el lado correcto de su edificio, en el que habría podido alcanzar la felicidad.

 

y 5

 

   Son historias sencillas que transcurren en urbanizaciones, concesionarios, colegios, bloques de viviendas y salas de estar. Historias cuyos Jorges protagonistas, siempre narrando en primera persona, se dan cuenta de lo difícil que es entender a las personas, de lo extraños que son los seres más queridos, de que la verdadera razón, el amor o la felicidad siempre están en otra parte. Es un gran acierto esta repetición del nombre de un protagonista que no puede ser el de todos los relatos, pero que se convierte así en el contenedor perfecto de todas las frustraciones que la paternidad genera. Son historias grises, en efecto, como todo este mundo que precede al paraíso esperado, con la amargura que da saber lo lejos que cada uno estamos de lo pretendido. Historias que, sin embargo, representan de una manera hermosa la fuerza incomprensible con que ciertas formas del amor asumen con cada vida la necesidad de un nuevo intento. Amor a los padres. A los hijos. Nada más viejo. En palabras del Jorge que mira a sus padres en el relato del mismo título que abre el libro:

Los hijos arrastran en la conciencia una porción onerosa de sus padres, y los padres asumen una carga parecida, allá donde nada se ve. Los padres sostienen a sus hijos con una mano invisible, mientras con la otra se sostienen a sí mismos, y esa doble tarea, tan penosa, les ocupa hasta morir. Pero hay un momento en que la identidad de unos y otros se confunde, un momento en que cambian los papeles, o quizás se superponen (p. 22).

   Somos obligatoriamente un hilo de la cuerda que generación tras generación soporta el peso del mundo. Un mundo a menudo incomprensible, bien es cierto, o cuando menos desconcertarte. Normal que en ciertos momentos necesitemos agarrarnos a algo, lo que sea. A veces se tensa demasiado, corre el peligro de deshilacharse. Pero es que, nos advierten estos libros, es el único lazo del que pendemos, al que, además, tal vez también otros acaben asiéndose. Y así sucesivamente. Mientras seguimos esperando, qué remedio, un paraíso.




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